En homenaje a la Rubia, del Bar Oasis.
Siempre que pasaba por delante de aquel bar, camino de la oficina, la mirada se me escapaba hacia el interior. Allí, en la esquina más oscura de la barra, estaba ella.
Siempre, fuera la hora que fuera. Estaba convencido de que llegaba antes de que abrieran al público y que se instalaba en su puesto mientras los camareros preparaban las mesas.
Porque el asiento era suyo. Nunca lo había visto ocupado por otra persona, siempre ella. De la mañana a la noche; a veces pensaba que vivía allí, que dormía sentada en aquel taburete esperando a que volvieran a abrir el bar para los desayunos.
Siempre con una consumición delante; fuera un café con leche que yo presumía frío, fuera con una caña de cerveza, con toda seguridad tibia y sin fuerza por la espera.
Por las mañanas ojeaba el periódico local, deteniéndose siempre en la página de las esquelas, que repasaba detenidamente como buscando la de alguien en concreto, que nunca encontraba.
A veces miraba la televisión, permanentemente encendida, pero daba la impresión de que no le interesaba demasiado; solo las voces chillonas de algunos tertulianos parecían molestarla.
Con los camareros no cruzaba más palabras que las imprescindibles para pedir su consumición; a los demás clientes los ignoraba. Cuando alguien le dirigía la palabra, lo miraba con desprecio y luego se giraba sobre el asiento hasta darle la espalda.
Ni los camareros más antiguos sabían cuándo empezó a pasar los días en el bar. Todos las recordaban allí desde el primer día que entraron a trabajar, aunque una especie de pudor los retraía de hablar de “ella”. “Ella”, porque nadie sabía cómo se llamaba, dónde vivía o dónde pasaba las tardes de los domingos, cuando el bar cerraba por descanso del personal.
No soy capaz de calcularle la edad. Entre treinta y sesenta años, me atrevería a decir. Ni una chiquilla ni una anciana. Vestida siempre con cierta elegancia, pero sin llamar la atención. Traje sastre en invierno, vestido estampado en verano, una rebequita en otoño. Siempre bien combinada, pero con unos tonos extraños, apagados, como los de una fotografía antigua coloreada a mano.
Su alimentación era otro misterio. Diríase que sobrevivía con las tres aceitunas, tres, que le servían con la caña de cerveza, y con la tapa de paella que la casa obsequiaba los domingos a mediodía. Ni una tostada con el café, ni una tapa de papas aliñás. Nada.
Una noche, obsesionado por esa curiosidad malsana que a veces me invade, decidí averiguar dónde vivía. Cubata tras cubata fui alargando la espera, hasta que los empleados empezaron a apagar las luces. Entonces ella se levantó, pagó su consumición y se dirigió a la calle. Me dispuse a seguirla, pero a la vuelta de la primera esquina desapareció. Su misterio permaneció a salvo.
No era yo el único que mostraba interés por aquella mujer. En más de una ocasión fui testigo de intentos, unos educados y otros burdos, de acercamiento. A todos respondía con el mismo desprecio, con una indiferencia rotunda que dejaba fuera de combate a los moscones. Educada, impertérrita, moviendo apenas los hombros y las cejas para expresar su rechazo, o mejor su distancia.
Yo esperaba de ella algún signo de complicidad; a fin de cuentas llevábamos años compartiendo bar. Pero era evidente que ella no pensaba lo mismo. Si yo la saludaba al entrar, ella me ignoraba o, lo que es peor, parecía no percibir mi saludo, como si no fuera dirigido a ella. Me miraba como podía mirar a una servilleta arrastrada por las aspas del ventilador. Para ella yo no era nada, era menos que nada; dudo incluso que fuera consciente de mi presencia, de mi asiduidad.
Mi obsesión me fue pasando factura. Después de muchas, incontables, advertencias de mis jefes por mis retrasos en la entrada al trabajo y por el excesivo tiempo que dedicaba al desayuno, llegó el lógico expediente, que la primera vez se saldó con una suspensión de empleo y sueldo durante un mes. A ese expediente siguieron otros, y pese a las tibias protestas sindicales (nunca he sido muy proclive a la actividad gremial), acabaron despidiéndome.
También se resintió mi vida familiar. Mi mujer, que después de tantos años ya debería estar acostumbrada a mis ausencias, me abandonó coincidiendo con mi segundo expediente. De nada sirvieron mis falsas promesas de enmienda: Ella se las creía todavía menos que yo.
La mujer siguió en su rincón del bar, semana tras semana. Hasta ayer. Cuando llegué al bar a primera hora, me lo encontré a oscuras, con las rejas echadas y un cartel escrito a mano que declaraba escuetamente “CERRADO POR DEFUNCIÓN”.
Indagué en los locales cercanos, pero nadie supo darme razón; no les constaba ningún enfermo grave entre los camareros o los familiares del dueño. Estaban tan sorprendidos como yo.
Me temía lo peor. Y lo peor se materializó a la mañana siguiente. Cuando entré en el bar, mi mirada se dirigió inmediatamente hacia la banqueta del rincón. El asiento, cubierto con un crespón negro, confirmó mis temores.
Nunca volví a aquel bar.
Objetivo: Disponer de un punto de encuentro en el que compartir textos propios o ajenos, eventos literarios, noticias relacionadas con literatura, críticas de libros, …
domingo, 29 de julio de 2018
viernes, 27 de julio de 2018
Un relato de María Alcantarilla
Enrique Vila-Matas ha incluido en su blog un relato de nuestra profesora María Alcantarilla. Si queréis leerlo, podéis pinchar Aquí
domingo, 22 de julio de 2018
Philip Roth
Mis amigos de El Tercer Puente, tan certeros como de costumbre en su crítica a Philip Roth, que puedes leer pulsando aquí.
miércoles, 18 de julio de 2018
Juan Carlos Mestre. Antífona del otoño.
https://youtu.be/hBWu_hQpcdg
Recuerdo que Arturo me comentó que el relato Cuerpos Gemelos le había traído la figura de un antepasado suyo que andaba por los montes Aquilanos vendiendo cosas. El Valle del silencio es uno de mis lugares míticos.
En esta antífona, Juan Carlos Mestre, con sus dibujos, su voz estremecedora y la música de Amancio Prada, quizá se encuentre ese antepasado
Recuerdo que Arturo me comentó que el relato Cuerpos Gemelos le había traído la figura de un antepasado suyo que andaba por los montes Aquilanos vendiendo cosas. El Valle del silencio es uno de mis lugares míticos.
En esta antífona, Juan Carlos Mestre, con sus dibujos, su voz estremecedora y la música de Amancio Prada, quizá se encuentre ese antepasado
jueves, 12 de julio de 2018
Los cuadernos de Rekalde - Arturo Martínez (2016)
Escribir tu vida en un diario, cuando las condiciones en las que te hallas inmerso no son nada favorables, no debe dar lugar al uso de muchas florituras lingüísticas. Quizá por eso el estilo que Arturo Martínez utiliza sea puramente directo y sencillo, en esta su primera incursión en la ficción literaria, donde narra las peripecias de Eliseo Rekalde, misterioso personaje al que conocemos gracias a las anotaciones recogidas en sus diarios. A veces, demasiado sencillo. No vamos a encontrar en Los cuadernos de Rekalde nada parecido —modo pedante on— a la prosa poética. Poco lugar hay para regocijarse en frases o párrafos que enamoren, reclamen su espacio en nuestras cabezas y se queden ahí, yendo y viniendo según transcurre la vida. El protagonista a veces se acerca, un poco peligrosamente, al arquetipo de tipo duro, un tanto manido, capaz de salir de las situaciones más peliagudas, en un argumento que, en principio no destaca por su originalidad.
Y ahora, las buenas noticias, que a uno le gusta empezar por las malas.
Tengo la impresión de que los comentarios recogidos en el párrafo anterior, que podrían entenderse como negativos —y, efectivamente, lo son— constituyen al mismo tiempo los puntos fuertes de la novela. Si hay un aspecto a destacar en este trabajo es que su lectura resulta entretenidísima, contribuyendo a ello esa agilidad que le suministra el lenguaje espontáneo y sin adornos con el que Eliseo Rekalde —“escritor aficionado y fugitivo profesional”— plasma los acontecimientos en los que se ve envuelto durante su periplo por casi medio mundo. El estilo sencillo de las narraciones del protagonista, a pesar de esos rasgos un tanto estereotipados y el elevado uso de lugares comunes, acerca a éste al lector, mucho más eficazmente de lo que suelen hacerlo los héroes habituales, haciéndole simpatizar con el personaje desde las primeras páginas.
Otro aspecto muy remarcable de la novela es la descripción de los diferentes entornos físicos, a la que el autor — viajero incombustible— dedica buena parte de la narración. Desde selvas tropicales a parajes yermos y resecos; de salones de hoteles de lujo y despachos gubernamentales, a barriadas marginales y cuarteles de policías corruptos. Y mar, mucho mar. De la historia podría muy bien extraerse la crónica de un viaje por aquellas latitudes, algo muy relacionado con la actividad literaria de Martínez anterior a este trabajo. Una muy buena documentación, así como, sospecho, las propias vivencias del autor, dotan asimismo a la novela de un interés añadido. Abundan los pies de página que, lejos de resultar inapropiados por impedir una lectura lineal, se muestran eficaces y oportunos por su capacidad de aclaración.
Aventuras aderezadas con crónica viajera…o viceversa. Cada lector decidirá. En definitiva, un muy buen primer trabajo de Arturo Martínez, cuya segunda novela está al caer y esperamos con expectación, dados los buenos resultados de esta primera entrega.
lunes, 9 de julio de 2018
Castellio contra Calvino
Acabo de
terminar de leer un libro que me ha causado un fuerte impacto. Se trata de
“Castellio contra Calvino. Conciencia contra violencia”, de Stefan Zweig.
Cuando me lo regalaron, lo dejé un poco arrumbado. Por una parte pensaba que el tema era una simple disputa teológica del siglo XVI, lo que no me parecía demasiado interesante. Por otra, al autor lo asociaba más con novelas de mis padres que había leído en la adolescencia, y que en aquel momento no me habían gustado.
Pero cuando hube acabado otros libros pendientes, al fin me decidí a empezarlo.
Desde el primer momento me atrajo. Y no puedo dejar de recomendarlo.
El libro, más que de teología, de lo que trata es del poder. Del poder puro y duro, del poder absoluto, y de todo lo que es capaz de hacer una persona para conseguirlo y mantenerlo. Y de lo que es capaz de hacer otra para tratar de impedirlo.
Pero el malo de la película no es solo Calvino, que de exiliado acogido por la ciudad de Ginebra se fue convirtiendo en el peor dictador de la historia de la ciudad. Tenemos a muchos cómplices. Desde los directos, los que compartían sinceramente sus ideas y querían implantar un estado teocrático a cualquier precio, hasta los indirectos, los burgueses ginebrinos que, por no enfrentarse a los calvinistas, les fueron dejando hacerse poco a poco con todas las parcelas del poder.
Y también hay un bueno buenísimo, como en las películas. Se trata de Sebastián Castellio, un erudito que opuso la única fuerza de la verdad, el amor y la tolerancia a la furia desatada por los calvinistas.
No voy a contar el guión, sino solo apuntar que se desarrolla en parte en torno a la historia de Miguel Servet, controvertido intelectual al que la iglesia española ensalzó como ejemplo de mártir muerto por su fe y descubridor de la circulación de la sangre, pero que en este libro es “matizado” y puesto en su contexto.
Hay una frase en la defensa que Castellio hace de Servet y que resume todo el libro: «Matar a un hombre no es defender una doctrina, es matar a un hombre. Cuando los ginebrinos ejecutaron a Servet, no defendieron una doctrina, mataron a un hombre.»
Y por supuesto, tampoco voy a contar el final, ni siquiera a decir si es triste o feliz. Eso lo dejo para quienes se animen a leer el libro
Cuando me lo regalaron, lo dejé un poco arrumbado. Por una parte pensaba que el tema era una simple disputa teológica del siglo XVI, lo que no me parecía demasiado interesante. Por otra, al autor lo asociaba más con novelas de mis padres que había leído en la adolescencia, y que en aquel momento no me habían gustado.
Pero cuando hube acabado otros libros pendientes, al fin me decidí a empezarlo.
Desde el primer momento me atrajo. Y no puedo dejar de recomendarlo.
El libro, más que de teología, de lo que trata es del poder. Del poder puro y duro, del poder absoluto, y de todo lo que es capaz de hacer una persona para conseguirlo y mantenerlo. Y de lo que es capaz de hacer otra para tratar de impedirlo.
Pero el malo de la película no es solo Calvino, que de exiliado acogido por la ciudad de Ginebra se fue convirtiendo en el peor dictador de la historia de la ciudad. Tenemos a muchos cómplices. Desde los directos, los que compartían sinceramente sus ideas y querían implantar un estado teocrático a cualquier precio, hasta los indirectos, los burgueses ginebrinos que, por no enfrentarse a los calvinistas, les fueron dejando hacerse poco a poco con todas las parcelas del poder.
Y también hay un bueno buenísimo, como en las películas. Se trata de Sebastián Castellio, un erudito que opuso la única fuerza de la verdad, el amor y la tolerancia a la furia desatada por los calvinistas.
No voy a contar el guión, sino solo apuntar que se desarrolla en parte en torno a la historia de Miguel Servet, controvertido intelectual al que la iglesia española ensalzó como ejemplo de mártir muerto por su fe y descubridor de la circulación de la sangre, pero que en este libro es “matizado” y puesto en su contexto.
Hay una frase en la defensa que Castellio hace de Servet y que resume todo el libro: «Matar a un hombre no es defender una doctrina, es matar a un hombre. Cuando los ginebrinos ejecutaron a Servet, no defendieron una doctrina, mataron a un hombre.»
Y por supuesto, tampoco voy a contar el final, ni siquiera a decir si es triste o feliz. Eso lo dejo para quienes se animen a leer el libro
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