lunes, 31 de diciembre de 2018

Tirarse un pedo en misa

¿Cómo? ¿Qué? ¿Quién? ¿Cuándo? Las preguntas giran, se agolpan, se repiten como ecos por las gradas. No llegan a mis oídos. Solo noto la agitación, el murmullo que se expande. Desde lo alto del estrado, miro hacia el público. Veo a los hombres revolverse en sus asientos, a las mujeres cuchichear, horrorizadas. Los niños juegan. Yo, de niño, pensaba que los adultos eran extraños, de otro mundo.

Solo faltan cinco minutos. Es mi turno. Si hubiera tenido la oportunidad, ahora sería lo que soy. Saturno comprueba la ubicación de sus sicarios. Cien hombres se reparten por la sala, dispuestos a expandir una mentira. No veo a mi hermano. Saturno sonríe, satisfecho. Deja caer su pañuelo perfumado. Es la señal. Unos repiten, con escándalo, los hechos falsos, la espoleta. Otros teclean en las redes, difunden, magnifican. Fake news.

Cinco minutos después, las preguntas ocupan todo el espacio. ¿Cómo? ¿Qué? ¿Quién? ¿Cuándo? Cada vez hay menos duda, más certeza, la noticia multiplica sus efectos. Sigo sin saber qué es lo que pasa. Veo a mi hermano, sonríe satisfecho. Me preocupa, algo trama.

Solo faltan quince minutos. Entro en el estadio, acompañado por los míos, saludando. El público me aclama, mi nombre se repite. ¡Matías, presidente! ¡Matías, presidente! Me dirijo al estrado, recoloco el micrófono, bebo un vaso de agua, sonrío, reparto mi mirada por las gradas. Por fin ha llegado el momento. No veo a mi hermano, no creo que venga, después de lo ocurrido. Juró no volver a verme, nunca.

Quince minutos después, suena el primer insulto ¡Cabrón! Caen más, aislados, como goterones antes de una tormenta ¡Cabrón! ¡Rojo! Suenan al fondo del estadio, allá en lo alto. Comienzan a llover, como pedradas. ¡Cabrón! ¡Rojo! ¡Hijo de puta! No entiendo nada. Saturno se agita. Hoy o nunca. Es el momento. Sube la temperatura, el ambiente se vuelve sofocante. ¡Ateo! ¡Comunista! Arrecia la tormenta, cada vez más voces se van sumando al coro. Los escasos ¡Matías, presidente! no logran acallar a los sicarios. ¡Matías, dimisión! resuena al ritmo de palmadas.

¿Cómo? ¿Qué? ¿Quién? ¿Cuándo? Como oyes. Un pedo en misa. El alcalde, ese cabrón. Ayer, en la ofrenda a la Patrona. La mentira se detalla, se expande, crece regada por el odio y el despecho. Todos lo escucharon, alguno afirma haberlo olido.

Solo falta una hora. Me arreglo la corbata mientras repaso el discurso con Huertas. La maquilladora espera, sentada en una silla de tijera. Rechazo el whisky que me ofrecen. Single malt, insisten. No es el momento. Saturno, me imagino, sacude su sotana, esa caspa que le cubre las hombreras. Debería haberme lavado la cabeza, piensa. Ya es tarde. Sus sicarios hacen cola ante el estadio, van pasando los controles, los cacheos. Sin problemas, son gente respetable, conocida. Trajeados, corbata negra, zapatos negros. Luto riguroso en el corazón, en el cerebro. Estoy casi tranquilo. Mis mayores virtudes son saber mentir sin despeinarme, buscar lo que choca, lo que escuece. No podría vivir sin ellas. Y esos son también mis mayores defectos, todo depende del punto de vista.

Una hora después, la situación se me escapa de las manos. Cien redes repiten la noticia. Mil gargantas me gritan al unísono ¡Cabrón! ¡Rojo! ¡Hijo de puta! ¡Ateo! ¡Comunista! ¡Fuera! Son un tornado. Salgo del estadio, solo Huertas y mi escolta me acompañan. Los demás han huido, como ratas. Me abandonan, huelen el fracaso. No hace falta ser muy listo. Huertas calla, cabizbajo. Sabe que estas cosas son así, que no hay diques que paren la mentira. Ahora se trata de minimizar los daños. Subimos al coche, cabizbajos. Nos queda toda una noche de trabajo.

Solo falta un día. Llamo a mi hermano, un último intento de encontrarnos, de recuperar, si no el cariño, al menos el contacto. No contesta. Pruebo con el teléfono de Huertas. Dígame. Soy Matías, tu hermano. Cuelga. No perdona, aunque no haya sido mía la culpa. Suya era la paranoia, suya la prisa. No quiso esperar a que el cadáver se enfriara.

Un día después, todo sigue igual, o quizás se agrava. Los diarios publican la noticia, con detalles más creíbles que verídicos. Fue después del discurso de la ofrenda, a micrófono cerrado. Un experto ha leído mis labios, sostienen en los medios. Huertas desmiente, nadie le escucha, pesa más el escándalo que la verdad. Pido la grabación del programa. No aparece. En la televisión local no se conserva, alguien ha borrado el podcast. Da igual. Mil moscas no se equivocan, les encanta la carroña. Escribo una carta a los diarios, no la publican. ¿Un bando de Alcaldía? Ridículo. Al olor de la basura llegan los buitres, quince cadenas de televisión se instalan enfrente de mi casa. En la esquina han montado un altar. Fotos de la virgen, flores, velas, rezos. Beatas e iluminados forman una vigilia permanente ¡Ha insultado a nuestra madre!, vociferan.

Solo falta una semana. Me llegan noticias de que algo preparan los de siempre, los que nunca aceptaron mi victoria, los que siguen tirando de las riendas. Concejales, comerciantes, militares. El Tenis Club y el Casino, la Hípica. Los de boda con chaqué, ellas mantilla, los eternos cofrades, los de siempre.

Mis espías me cuentan los detalles, Huertas se preocupa. Son muchos, tienen fuerza, están organizados. Los dirige una hiena con sotana, el padre Saturno, cura castrense. Emulando a Fray Gerundio, los arenga con su prosa gongorina,  altisonante —No se puede consentir que ganen, con ellos volverá la sangre a las cunetas, el incendio de conventos. Son el demonio—, proclama. Sus oyentes asienten, entregados.

No podremos controlarlo todo, el acto será abierto, fin de campaña. Las encuestas predicen mi victoria, aunque ajustada. Cualquier bulo puede arruinarla, cada día que pasa es un triunfo. Por la tarde reviso mi discurso ante el espejo, puliendo cada gesto y cada frase.

“Compañeros” excluyente. “Compañeros y compañeras” demasiado largo. “Compañía” neutro, incomprensible. “Gentes de Castrofuerte” ¡solucionado! Y así, palabra por palabra.

Mientras tanto, los conjurados confluyen en un plan, me cuenta Huertas. La idea es de mi hermano, resentido, amigo fiel y compañero hasta aquel día. Una noticia —falsa, por supuesto— explotará en mitad del mitin. Cien personas la difundirán en un instante. Cien sicarios.

La mentira permanece escondida en el secreto, en un rincón de la mente amarga de mi hermano. Solo él la conoce, la distribuirá en el último momento. Cero filtraciones, se aseguran. Huertas me confiesa que es imposible colar a nadie, no ya en el grupo dirigente, ni siquiera en la centuria de figurantes. Ni el dinero, generoso, ni las ofertas de empleo o de prebendas, doblegan a ninguno de los esbirros. Todos hombres, fanáticos, descerebrados. Cofrades de toda la vida, capataces, cargadores. Al infierno para siempre quien lo cuente.

Una semana después, con los nervios destrozados, uñas mordidas, rompo los últimos papeles. Firmo mi renuncia, irrevocable, eterna. Un último repaso a mi despacho. Me despido de ayudantes, asesoras, empleados, rostros serios, manos frías. Nunca más volveré a la política. Desciendo cabizbajo la escalera, entre estatuas de mármol y pinturas históricas. La Libertad guiando al Pueblo. Una mala copia del Gernika. Mañana seguro que la quitan. Cruzo el vestíbulo entre las miradas, no sé sí compasivas o burlonas, de los que fueron mis compañeros. El policía me saluda, como siempre, imperturbable. A partir de ahora, me tendré que tomar más en serio el disfrutar de lo que queda.

En la plaza se me acerca Huertas, la sonrisa cruzándole la cara. ¡Lo encontré! —me grita— ¿El qué? —contesto en un murmullo— La grabación, nunca dijiste que te gustaba tirarte pedos en la misa.
No le creo. Lo dije, es verdad. Es más, me encanta.

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