viernes, 15 de noviembre de 2019

Kolimá

Llueve. El agua gris golpea el techo del barracón, se cuela por entre las ramas de alerce y se acumula hasta empapar mi manta. Una gota helada me corre por la frente, se desliza hasta la punta de la nariz y cae sobre este cuaderno tantas veces borrado. La huella del lápiz se diluye entre nubes azules. No son mis lágrimas, hace meses que dejé de llorar mientras el tren cruzaba espacios vacíos, llanuras infinitas. Lo que queda de mi cuerpo desnutrido no puede darse lujos, tengo que conservar las fuerzas para seguir muriendo lentamente. Cada día una victoria, cada noche un abismo donde desaparezco en cuanto me tumbo sobre las tablas de la litera. En el sueño no hay hambre, ni piojos, ni dedos congelados. Todo es sol, canciones, niños que corren por los trigales, fruta madura.

     Cada uno silencia su condena, como yo. Nunca sabré si mi compañero de litera fue un asesino, un comisario caído en desgracia o un disidente; de lo que estoy seguro es de que no sobrevivirá al próximo invierno.

     Siempre pensé que cada persona se construye su camino, con más o menos medios pero según sus propias decisiones. Durante los inacabables interrogatorios sin sentido mantuve esa quimera: me esforzaba en responder con precisión, en agradar al investigador omnipotente, en darle las respuestas esperadas. Pensaba que la sentencia dependía de mis palabras, de mi conducta. En el campo de tránsito, cuando reencontré a alguno de mis compañeros, me di cuenta de que el esfuerzo había sido inútil, de que todas las condenas estaban escritas de antemano y que alguna lotería macabra decidía los nombres y delitos de cada condenado. Hoy toca a los enemigos del pueblo, mañana será el día de los traidores a la patria, pasado el de los saboteadores.

     Dicen que Dios escribe derecho con renglones torcidos, pero yo creo que somos nosotros los que intentamos escribir nuestra vida en línea recta, con letra inglesa o con palotes, y que al final todo se tuerce. O quizás es al revés, que nuestro final está ya decidido el día que nacemos, y nuestra vida es sólo un vano intento de saltar las alambradas al borde del camino.

     Hay gente que pretende escapar. No del campo, algo inútil a través de esta taiga sin confines, sino de su destino grabado en el acero. Nunca sabrán si lo han conseguido, si su muerte estaba programada para ayer o para dentro de diez años. Cuando la temperatura baja de cincuenta y nos permiten quedarnos en los barracones, discutimos cuál es el campo más duro, la peor condena. Las minas de oro, la carretera del norte, los nuevos asentamientos, cada lugar tiene sus partidarios. Pero todos acabamos dando la razón a un anciano, un terminal que ya no puede levantarse. El peor campo es el que cada uno lleva dentro. De él nunca se sale.

     Cada noche, después de lamer la escudilla de sopa, con los dedos hinchados por los sabañones, escribo mi vida en este cuaderno de tres hojas; cada amanecer, antes de formar para el recuento, borro lo escrito. Hay que dejar sitio para la noche siguiente, si es que llega.

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