Pronto comenzará de nuevo el mismo invierno, el décimo que paso en este campo. Soy, creo, el último que sobrevive de mi quinta, si es que puede decirse que estoy vivo. A la mayoría, por suerte, ya los he olvidado; pero algunos se clavan en mi memoria y se resisten a perderse entre la nieve del pasado.
Un kulak tártaro, ya anciano, que aprendió el ruso a golpes. ¡Arriba! ¡Camina! ¡Más deprisa! ¡No te muevas! ¡Fuera! En sus últimas horas, reducido a pocos huesos y un pellejo, los ojos hundidos, musitaba incansable todas las órdenes que había recibido en cuatro años.
El tractorista Piotr Ivanóvich, fuerte como un reno cuando llegó, indomable, hecho un bloque de hielo al borde del camino aquel invierno, firme toda la noche como le habían ordenado, cubierto por una nieve evanescente.
Un escritor, según él famoso en el continente, que inventaba una nueva historia cada día y luego trataba de contárnosla por la noche, a cambio de un trozo de pan o de una calada. Ocho años duró antes de caerle un tronco encima.
León Ibraimov, judío de Leningrado, bolchevique de la primera hornada, que atesoraba docenas de poemas en su memoria inagotable, pero no soportó los dos meses del traslado en tren. Una gran pérdida.
Podría seguir recordando nombres durante días o semanas, mientras la nieve va borrando las formas de los árboles, los senderos del bosque; todo desaparece, menos las alambradas.
Hoy, en cambio, no son los compañeros muertos los que me vienen a la cabeza, sino algunos olores a punto de desaparecer de mi memoria. Nunca los perfumes de mis amigas olvidadas, la cera de los suelos ni las flores del cerezo, sino aromas más concretos: tocino frito, remolacha, jabón. ¿Cómo olerá un recién nacido? Esos recuerdos se van evaporando, sustituidos por otros cotidianos. El hedor de cien hombres sin aseo. Los piojos ardiendo en la estufa. Las botas de fieltro, putrefactas, que no aguantarán hasta la primavera. Y la nieve. La recién caída huele a limpio, a nueva, a pisadas de zorro. La sucia son orines, sudor muerto, enfermedad. Por eso me gusta que hoy haya nevado por primera vez. El bosque estará recién nacido, cubierto a penas por una sábana ligera. El cielo, exhausto, se esconderá detrás de unas nubes bajas, al alcance del humo escaso de la estufa. Si marcho en cabeza hacia el tajo, mis pies helados se hundirán en esa masa crujiente, marcando el ritmo de toda la columna. Es el momento de echar a correr hacia el horizonte, de disfrutar durante unos segundos de la libertad olvidada, hasta que una bala, más rápida que yo, me alcance. Y entonces caeré y mi cara se hundirá en la nieve, que guardará mi molde, rojo para siempre.
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Tus comentarios nos interesan. En breve los verás publicados