Aún recuerda la desolación de su abuela Amparo cuando se quedó sin santo.
Era un domingo por la tarde. Orvallaba, como de costumbre. Podía ser cualquier mes del año, quizás de uno de aquellos inviernos interminables de las Rías Altas. Por la calle de la Iglesia no pasaba nadie. Su abuela, sus tías y él, el nieto mayor, rezaban un rosario eterno:
Virgo prudentíssima.
Virgo veneranda.
Virgo prædicanda.
Virgo potens.
Virgo clemens.
Virgo fidélis.
Speculum iustitiæ.
Sedes sapiéntiæ.
Causa nostræ laetítiæ….
Era casi imposible no dormirse mientras se recitaban aquellas frases incomprensibles, a las que respondía un coro desafinado de ora pro nobis.
El calor del brasero le ascendía por las piernas y estaba a punto de dar una cabezada cuando se oyeron unos golpes en la puerta de la calle.
No hizo falta que le dijeran nada. Encantado de que algo rompiera la monotonía, corrió hacia el portal. Allí, bajo un paraguas, estaba Sildinita, una mujer con una ligera discapacidad intelectual que se encargaba de las tareas más sencillas de la parroquia.
—La Hoja —dijo alargándole uno de los ejemplares que llevaba doblados sobre un brazo.
Era la Hoja Parroquial de Mugardos, el pueblo en que habían nacido su padre, sus abuelos y gran parte de la familia Martínez. La abuela Amparo la recogió de sus manos, la dobló meticulosamente y la dejó sobre la mesa camilla. Solo después de haber terminado los rezos comenzó a leerla.
Al cabo de unos minutos, cuando sus tías y él iniciaban una partida de parchís, escucharon a la abuela soltar la interjección más malsonante de su vocabulario, que usaba muy de tarde en tarde. Suspendieron la partida apenas comenzada y la miraron, expectantes.
—Os han echado de la Iglesia —añadió la abuela, con un hilo de voz.
Les leyó en voz alta uno de los artículos de aquel panfleto. Al parecer, y como parte del proceso de modernización emprendido durante el Concilio Vaticano II, con el que el párroco estaba en profundo desacuerdo, la Santa Iglesia había decidido expulsar de su santoral a centenares de santos, entre los que se encontraba san Arturo, patronímico que compartían muchos varones de la familia.
En aquel momento no comprendieron el alcance del disgusto de la abuela. Nunca se había hablado en aquella casa del santo que les daba nombre, ni de sus milagros, si es que los hubo. Es más, aunque nunca se decía explícitamente, existía un sentimiento colectivo de que el patronímico tenía algún tipo de relación con el rey Arturo de Bretaña, cuyas hazañas sí que conocían todos, aún sin haber leído nunca a Godofredo de Monmouth ni a Chrétien de Troyes. Para los niños era un héroe mítico, a la altura del Guerrero del Antifaz o del Capitán Trueno, sus lecturas favoritas de aquella época.
Varias eran las preocupaciones de la abuela en relación con este asunto, que poco a poco pudo verbalizar. Alguna menor, como en qué fecha se celebraría a partir de ahora la onomástica, y otras más importantes. Al haber sido bautizados bajo la invocación de un non sanctus sobrevenido, ¿seguía siendo válido su bautismo o volvían a la categoría de paganos? ¿Podían seguir asistiendo a misa? Hay que tener en cuenta que doña Amparo temía más al qué dirán que al infierno o a las tormentas secas de verano.
La abuela era una mujer fuerte y acostumbrada a que la obedecieran. Muerto su marido en los primeros días del golpe militar de 1936, supo sacar adelante a sus cinco hijos sumados al que estaba a punto de nacer.
Por si acaso, la abuela acordó que ni su hijo, ni su nieto, ni ningún otro familiar con el mismo nombre entrarían en la iglesia parroquial mientras no se resolviesen sus dudas. Quedaban sujetos a una excomunión privada, temporal y preventiva, en espera de lo que decidieran las autoridades eclesiásticas.
No hace falta decir que a nadie se le ocurrió discutir la decisión de la abuela, que llevaba años ejerciendo como cabeza de una familia ampliada. Desde la muerte de su padre Juan Francisco, descendiente de un buhonero maragato y una inmigrante catalana, comerciante y alcalde del pueblo durante la Restauración, no había hombres que pudieran hacerle competencia. Y menos que nadie su nieto que era, por entonces, demasiado bueno, estudioso y obediente.
Entre las autoridades religiosas, la más alta al alcance de los mugardeses era don Jacinto, una figura mítica, obispo de la diócesis de Mondoñedo y a quien aquel niño de gafas sucias y orejas desabrochadas no llegó a conocer hasta el temido y anhelado día de su confirmación. El siguiente en el escalafón era don Jesús, párroco de Mugardos, y a continuación el coadjutor, un sacerdote bastante más joven cuyo nombre ya nadie recuerda. En una categoría intermedia entre el párroco y el obispo, pero no en la misma línea jerárquica, estaba don Lucas, exorcista a punto de jubilarse, residente en la ciudad de Castroforte, en el lejano arciprestazgo de Bezoucos.
La postura de la abuela fue refrendada por el párroco, que hoy en día habría sido calificado de integrista y a quien entonces se le consideraba, simplemente, un hombre de carácter. Los mugardeses de la generación anterior solían recordar su actuación estelar cuando las inundaciones del cuarenta y uno. Docenas de veces se ha contado cómo, en lugar de huir hacia los oteros junto con la mayoría de los vecinos, se dirigió a la iglesia, cargó él solo con la imagen del Cristo de las Aguas y se plantó frente a las orillas del río justo en el punto en donde el estruendo de la catarata impedía comunicarse. Allí permaneció casi doce horas, rezando e imprecando a Vepar, gran duque del infierno quien, según el cura, guiaba las aguas y mandaba sobre veintidós legiones de demonios. No retornó al pueblo hasta que cesó la lluvia y el nivel del río empezó a descender. Con esa acción, tan valiente como temeraria, se terminó de ganar el respeto de sus feligreses, que él se encargaba de defender, a gritos y a puñetazos si hacía falta, cada vez que alguien se atrevía a poner en duda su autoridad. Pícnico y colérico, en esas ocasiones se transfiguraba y parecía crecer varios centímetros.
Don Jesús era temido en el pueblo no solo por sus brotes de ira, sino por su absoluta falta de discreción y de oportunidad para denunciar desde el púlpito los pecados de sus feligreses, en especial los relacionados con el sexto y el noveno mandamiento. Un feligrés podía ser un borracho, pegarle a su mujer y a sus hijos o estafar con el peso en el mercado, pero era muy poco probable que lo amonestara fuera del confesionario. En cambio, no tenía piedad con quien se le ocurriera romper con la castidad obligatoria fuera del matrimonio. Se enteraba de cuanta infidelidad o relación prematrimonial se producía en el pueblo y afeaba a los culpables a voz en grito, aprovechando el sermón de los domingos. Nunca daba nombres, pero señalaba con el dedo a los culpables y explicaba el lugar y hora de su pecado.
A su favor hay que anotar que nunca se le conoció otro vicio que la copa de orujo que bebía cada tarde en el bar del Bolichero. Ni siquiera tenía, como era habitual entonces, una viuda o sobrina que aliviara su soledad en las noches de invierno.
Ante la consulta de la abuela, don Jesús indicó la conveniencia de un exorcismo para purificar las viviendas de todos los Arturos de la familia y, ya puestos, de la parroquia. Dada la carga de trabajo y la elevada edad de Don Lucas, la ceremonia se pospuso indefinidamente. El mismo párroco advirtió que, durante la excomunión provisional, que él refrendaba plenamente, los Arturos deberían seguir guardando los mandamientos de la Santa Madre Iglesia, lo que echó por tierra algunas fantasías de vivir por un tiempo libre de las numerosas obligaciones que establecía la condición de bautizado. Arturo esperaba que lo eximieran de asistir a misa los domingos, guardar ayuno y abstinencia durante la cuaresma y cumplir el voto anual a la Virgen de la Merced de Chanteiro. Decepcionado, se resignó a su mala suerte.
Su padre, en cambio, no aceptó de tan buen grado las decisiones de la abuela Amparo. Aunque obediente y piadoso, entendía la religión de una manera diferente, más posconciliar.
Como muestra, era de los pocos católicos que dedicaban un tiempo cada día, después de cenar, a leer con su mujer e hijos algún fragmento de los evangelios y a discutir su significado, una actividad mucho más propia de luteranos y calvinistas.
La marcha del párroco a tomar las aguas a un balneario del interior hizo que ocupase su lugar el coadjutor, un hombre mucho más joven y cercano a la doctrina de Pablo VI, el único sacerdote de la diócesis que vestía pantalones. A petición del padre y a espaldas de la abuela, el coadjutor consultó al ordinario del lugar, don Jacinto, que vivía en la sede catedralicia, a solo noventa kilómetros de distancia, pero a donde la correspondencia tardaba varios días en llegar.
La respuesta de don Jacinto se demoró casi dos semanas y despejó todas las dudas que planteaba la situación, aunque lo más difícil de todo fue confesarle a la abuela que se le había pedido consejo al obispo sin contar con ella. Otra de aquellas tardes lluviosas de domingo, reunida de nuevo la familia en torno a la mesa camilla, el padre leyó en voz alta la carta de don Jacinto. Explicaba el obispo que la depuración del santoral estaba destinada a eliminar del mismo a todos los santos cuya existencia no estuviera documentada históricamente o cuyos hechos no pudieran comprobarse en fuentes fiables.
Por suerte —aclaraba don Jacinto—, esta depuración no tenía efectos retroactivos, aunque prohibía bautizar a nuevos fieles bajo los nombres eliminados y obligaba a retirar sus imágenes de los lugares de culto, suprimir las fiestas públicas celebradas en su honor y cambiar el nombre de los templos a ellos dedicados. Los ya bautizados podían conservar su nombre sin necesidad de nuevos trámites y celebrar su onomástica —en privado, precisaba don Jacinto— en la fecha habitual, que era el primero de septiembre. Como condición ineludible se establecía el pago de un óbolo no demasiado elevado cada vez que una familia se reuniera con dicho fin.
Al finalizar la lectura de la carta, el niño respiró aliviado. Podía seguir ayudando en misa un par de veces por semana, vestido de monaguillo, y lucir su memoria recitando retahílas de frases en un latín que no entendía: Agnus Dei qui tollis peccata mundi, dona nobis pacem.
La única consecuencia a corto plazo de esta situación fue que, en la cuadrícula correspondiente al primero de septiembre del calendario de pared de la Caja de Ahorros y Monte de Piedad de El Ferrol, san Arturo fue sustituido por “san Gil y sus doce hermanos”. A él le dio un poco de pena, ya que era el único lugar público en que aparecía impreso su nombre.
Llegado ya a la adolescencia, a finales de los años sesenta, su familia más cercana evolucionó en muy poco tiempo desde un catolicismo tradicional (Acción Católica, Caballeros de San Vicente de Paúl, Juventudes de Acción Católica) a integrarse en las entonces recién surgidas comunidades de base, un intento de volver a los orígenes del cristianismo que incluía la celebración de misas en domicilios particulares, con los participantes sentados en torno a una mesa de comedor y donde se comulgaba con pan y vino de verdad. Aunque aparentemente era una actividad pura y humilde, en aquellas prácticas había algo que, por un acuerdo tácito, preferían no contar a nadie. Como el Opus Dei, no era un grupo secreto sino discreto.
Sin embargo, estos cambios no fueron suficientes para él. Aquella excomunión temporal de su niñez había plantado en su subconsciente una semilla que, a principios de los años setenta, reapareció en forma de ateísmo militante, aliñado con toques de laicismo e incluso una clara deriva anticlerical. Aunque sus gafas seguían estando sucias y sus orejas permanecían tan desabrochadas como en la infancia, ya no era un niño bueno y obediente. Si la Iglesia le abandonaba, ¿por qué no podía él abandonar a la Iglesia? No fue, por supuesto, una decisión sencilla, aunque le ayudaron bastante las trabas que la religión oficial imponía al disfrute de una sexualidad que, justo en aquellos momentos, había encontrado con quién compartir.
Un forúnculo, que le apareció por aquellas fechas en el prepucio, estuvo a punto de echar por tierra su decisión. Sopesó incluso la posibilidad de que se tratase de alguna advertencia o castigo divino derivado de su falta de fe, pero una visita al médico y un tratamiento con antibióticos solucionaron el problema. Fue entonces cuando se convenció de que Bob Dylan tenía razón, la respuesta volaba con el viento, y se creyó que ya había andado suficientes caminos como para dejar de ser un joven y convertirse en un hombre.
Nada de esto, por fortuna, redujo su interés por los aspectos más fascinantes de la religión, de la teología en general y de la hagiografía en particular.
Con España envuelta en el ansia de reformas aparentemente a punto de cumplirse tras la previsible desaparición del dictador, se planteó también un cambio de carrera. Se matriculó en la Facultad de Sociología de la Universidad Complutense mientras dejaba aparcados sus estudios de ingeniería naval.
El contraste resultó inimaginable. De un edificio vetusto, oculto entre árboles que no permitían que los rayos de sol entraran en las aulas, pasó a una facultad rodeada de césped y bañada por el sol. De unos profesores grises, que parecían más preocupados en suspender que en enseñar, y unos alumnos solo interesados en sacar buenas notas, saltó a un enjambre de penenes en constante ebullición, a la vez contestados y apoyados por un fuerte movimiento estudiantil con una gran influencia ácrata y asamblearia. Alumnos y profesores discutían en las aulas y jardines las nuevas teorías sociológicas y antropológicas. Llegado de un ambiente masculinizado y machista, de una escuela donde la presencia femenina se reducía a las limpiadoras, tres alumnas y ninguna profesora, se encontró de pronto en un entorno con numerosas mujeres, muchas de ellas con una clara conciencia feminista. No es de extrañar que todos esos factores estuvieran a punto de hacer que su cambio de rumbo se convirtiese en definitivo. Al curso siguiente decidió volver a los estudios de ingeniería, movido por una visión quizás demasiado materialista. Consideró entonces que un ingeniero naval se ganaría la vida mucho mejor que un sociólogo; nunca se sabrá si su decisión fue errónea o acertada.
Mientras tanto, en aquellos meses de libertad provisional y acostumbrado a las largas jornadas de estudio necesarias para las carreras de ingeniería, se encontró con muchas horas de tiempo libre y pudo profundizar en los detalles y motivos de aquel “borrado” de santos que había marcado su niñez.
A través de uno de sus compañeros de clase en Sociología, sacerdote que muy poco después abandonó las órdenes, conoció la existencia de la Société des Bollandistes, todavía continuadora de la labor iniciada en 1643 por el jesuita Jean Boland.
Según le explicó aquel compañero a quien luego le perdió la pista, los trabajos de los bolandistas tenían un objetivo fundamental con el que se sintió plenamente identificado: desmontar los numerosos mitos y falsedades acumulados en los santorales. De hecho, por aquellos años pensó en dedicarse él mismo a ese trabajo de investigación y destrucción de mitos. Por suerte o por desgracia, sus intentos de ser admitido en la Société resultaron infructuosos, ya que su entusiasmo no suplía en absoluto su ignorancia en temas de historia y de filología.
A Jean Boland, en cambio, las lenguas orientales aprendidas en la universidad de Lovaina le permitieron leer numerosas fuentes originales sobre la vida de los primeros santos cristianos, descubriendo de esa manera la falta de rigor de la mayoría de ellas.
Siguiendo las pistas de su compañero cura se enteró, para su sorpresa, que desde el siglo IV en adelante habían proliferado los martirologios, repletos de biografías oscuras y procedentes de fuentes muy poco fiables. Algunas eran verosímiles, otras falsas e incluso algunas mostraban tintes heréticos para defender doctrinas agnósticas.
Dentro de este fascinante subgénero literario de las falsas vidas de santos descubrió a un personaje que lo atrajo inmediatamente: el beato Santiago de la Vorágine, quien, a finales del siglo XIII, escribió la famosa Leyenda Áurea, uno de los textos hagiográficos que más han ayudado a difundir la devoción a los santos, aunque su exactitud histórica sea más que dudosa.
En aquellos tiempos sin internet no era fácil acceder a las obras de los bolandistas. Los ejemplares entonces depositados en la Biblioteca Nacional eran todos de los siglos XVI y XVII y a él le resultaban incomprensibles. Solo los pudo consultar muchos años más tarde, cuando en la Heythrop Library de Londres encontró una excelente edición en inglés.
Mientras alternaba la lectura de la poca información que iba reuniendo con otros libros más habituales entre sus amigos de entonces, como El lobo estepario o los Principios fundamentales del materialismo histórico, empezó a comprender la ingente labor realizada por los bolandistas a lo largo de los siglos. Basta con pensar que el listado de santos con que cuenta la Iglesia católica, aún después del expurgo del Concilio Vaticano II, es de unos cuarenta mil.
Pero no todo era investigar en aquellos años espléndidos, en los que cualquier cosa podía suceder. Nadie tenía certeza sobre el futuro próximo, pero muchos creían que España estaba a punto de cambiar y que ellos serían los protagonistas de ese cambio.
Podías ir a ver un maratón de cine mudo con un pianista tocando en directo y acabar destrozando escaparates por las calles de Madrid, porque habían matado a Puig Antich y no ibas a consentir que aquella infamia les saliera gratis.
Podías ir a casa de unos vecinos a pedirles una aspirina, encontrarte que dentro estaban los inspectores de la Brigada Político-Social y pasar tres días en un calabozo, en los sótanos de la Dirección General de Seguridad, para regresar convertido en un breve héroe.
Podías, incluso, ir a comer cordero y tortillas a un asador muy popular, al nordeste de Madrid, y enterarte años después que cocinaba los animales sacrificados en la cercana perrera municipal.
Por otra parte, Arturo leía con frecuencia libros en inglés, gracias al empeño de su abuelo Manuel en que aprendiera dicho idioma. Tuvo la inmensa suerte de poder leer a algunos autores ingleses o norteamericanos no publicados en España, pero cuyos libros se vendían bajo cuerda en algunos puestos del Rastro o circulaban de mano en mano: Frantz Fannon, Richard Crumb, William Blake…
Y aun así, con miles de caminos abriéndose hacia todos los puntos del horizonte, a veces encontraba un rato para seguir reuniendo información sobre aquel borrado eclesial que le obsesionaba.
En su búsqueda, aprendió que de muchos miles de santos sólo se conoce el nombre, tomado de las relaciones de mártires que desde los primeros años del cristianismo compilaban las iglesias locales; de muy pocos santos anteriores a la Baja Edad Media se conservan más datos.
Se tranquilizó al enterarse de que, entre esos cuarenta mil santos activos, sólo 148 gozan de culto en toda la cristiandad. Este número ha seguido aumentando con las canonizaciones posconciliares, aunque el total fue mantenido en secreto hasta enero de 2005, cuando la Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos presentó una nueva edición del Martirologio Romano, en donde aparecen unos siete mil santos y beatos a los cuales la iglesia católica propone como ejemplos a imitar.
Dentro de las decenas de miles de posibles candidatos, comenzó sus investigaciones por su santo, aunque quizás debería escribir su exsanto. Tenía curiosidad por saber, en primer lugar, si había existido y, en ese caso, los hechos por los que había llegado a alcanzar la canonización.
SI QUIERES LEER OTROS CAPÍTULOS DE ESTE LIBRO, PINCHA EN EL ENLACE CORRESPONDIENTE:
Nihil obstat
Los santos desaparecidos
San Arturo de Irlanda
San Baltasar
Santa María Goretti, san Tarsicio y san Agilolfo
San Andrés de Teixido y otros santos navegantes
Genarín de León
La santa Muerte
Los niños santos
Fermín Salvochea
San Simón el estilita y otros santos locos de Oriente
El divino prepucio
Los gusanos sagrados
San Cucufato
El imam Reza
El gauchito Gil
Xangô y sus otros orixás
Notas y santoral
Bibliografía y Tibi gratias ago