sábado, 1 de junio de 2024

Los 35 santos de mi vida - 0 - NIHIL OBSTAT

   “No he de callar por más que con el dedo

ya tocando la boca o ya la frente

 silencio avises o amenaces miedo.”

Francisco Gómez de Quevedo y Villegas. Epístola satírica y censoria al conde-duque de Olivares.

“Quizás el tema último de nuestra historia sea la fe. Las creencias.”

Alekxandra Kolontái: Autobiografía de una mujer emancipada.

“He oído muchos cuentos, muchas mentiras y falsedades, pero cuanto más tiempo he vivido, más claramente he comprendido que no existen las mentiras.”

Isaac Bashevis Singer: Guimpel el ingenuo.


NIHIL OBSTAT


“Nada se interpone en el camino” sería la traducción de esta expresión latina, usada para indicar a los posibles lectores que la Santa Iglesia Católica, Apostólica y Romana autoriza la impresión de un libro, una vez revisado por alguno de sus censores.

Es poco probable que estas Historias Pías lleguen a merecer ese beneplácito, pues los santos elegidos denotan una independencia de criterio que, como se ha podido comprobar en muchas ocasiones a lo largo de la historia, es muy poco apreciada en ambientes eclesiales.

Por otra parte, hay que reconocer que el subtítulo de este libro puede inducir a error. El Diccionario de la Real Academia Española recoge una primera acepción de “pía” como “devota, inclinada a la piedad, dada al culto de la religión”, adjetivos que, aparentemente, no pueden aplicarse a estas historias. Se inspira más bien en la segunda acepción: “Benigna, blanda, misericordiosa, compasiva”. Ojalá que este libro cumpla esas cuatro calificaciones en el tratamiento que hace de las vidas de los santos, no siempre tan ejemplares como debieran.

No es este un libro antirreligioso ni se pretende con él adoctrinar a nadie, sino, simplemente, entender la vida del protagonista a partir de su relación con santos muy diversos, no todos ellos católicos. Por eso, si hubiera que clasificarlo en alguno de los géneros habituales, se debería incluir en el de las biografías, aunque se podría decir, como Juan Pablo Villalobos: Nada en este libro es cierto, salvo lo que sí.

A quien se pregunte por qué escribir una biografía de un personaje tan poco conocido, que no ha participado de forma significativa en ningún hecho histórico relevante, convendría explicarle que este libro se escribe por expreso deseo de su protagonista. Contando las influencias de algunos hechos religiosos en su vida, puede que algún día se llegue a entender quién es, de verdad, Arturo.

Siempre le ha interesado mucho el hecho religioso y el irracional fenómeno de la fe, aunque, por suerte, en estos asuntos no ha seguido un único camino. Tan sorprendentes y emocionantes le resultan algunas de las manifestaciones del catolicismo de su infancia, como las de otras religiones que ha conocido posteriormente. Ha llorado con Max Von Sydow viendo Los comulgantes y se ha indignado con Stefan Zweig al leer Castellio contra Calvino. Ha esperado horas para ver un diente de Buda en un templo de Sri Lanka y peleado a brazo partido para tocar la reja que protege la tumba del Imam Reza en Mashad. Ha sentido miedo ante las madres de santo poseídas en la Casa de Oxumaré y asco en las callejuelas que conducen a los crematorios a orillas del Ganges en Calcuta.

Después de muchos intentos, sigue sin entender los motivos del fanatismo religioso o de la extraña ceguera que impide a muchos creyentes ver la viga en su propio ojo mientras se escandalizan de la pajita que con tanta facilidad detectan en el ajeno (Mateo 7:3-5).


SI QUIERES LEER OTROS CAPÍTULOS DE ESTE LIBRO, PINCHA EN EL ENLACE CORRESPONDIENTE:

Nihil obstat

Los santos desaparecidos

San Arturo de Irlanda

San Baltasar

Santa María Goretti, san Tarsicio y san Agilolfo

San Andrés de Teixido y otros santos navegantes

Genarín de León

La santa Muerte

Los niños santos

Fermín Salvochea

San Simón el estilita y otros santos locos de Oriente

El divino prepucio

Los gusanos sagrados

San Cucufato

El imam Reza

El gauchito Gil

Xangô y sus otros orixás

Notas y santoral

Bibliografía y Tibi gratias ago


Los 35 santos de mi vida - 1 - LOS SANTOS DESAPARECIDOS

Aún recuerda la desolación de su abuela Amparo cuando se quedó sin santo.

Era un domingo por la tarde. Orvallaba, como de costumbre. Podía ser cualquier mes del año, quizás de uno de aquellos inviernos interminables de las Rías Altas. Por la calle de la Iglesia no pasaba nadie. Su abuela, sus tías y él, el nieto mayor, rezaban un rosario eterno:

Virgo prudentíssima.

Virgo veneranda.

Virgo prædicanda.

Virgo potens.

Virgo clemens.

Virgo fidélis.

Speculum iustitiæ.

Sedes sapiéntiæ.

Causa nostræ laetítiæ….

Era casi imposible no dormirse mientras se recitaban aquellas frases incomprensibles, a las que respondía un coro desafinado de ora pro nobis.

El calor del brasero le ascendía por las piernas y estaba a punto de dar una cabezada cuando se oyeron unos golpes en la puerta de la calle.

No hizo falta que le dijeran nada. Encantado de que algo rompiera la monotonía, corrió hacia el portal. Allí, bajo un paraguas, estaba Sildinita, una mujer con una ligera discapacidad intelectual que se encargaba de las tareas más sencillas de la parroquia.

—La Hoja —dijo alargándole uno de los ejemplares que llevaba doblados sobre un brazo.

Era la Hoja Parroquial de Mugardos, el pueblo en que habían nacido su padre, sus abuelos y gran parte de la familia Martínez. La abuela Amparo la recogió de sus manos, la dobló meticulosamente y la dejó sobre la mesa camilla. Solo después de haber terminado los rezos comenzó a leerla.

Al cabo de unos minutos, cuando sus tías y él iniciaban una partida de parchís, escucharon a la abuela soltar la interjección más malsonante de su vocabulario, que usaba muy de tarde en tarde. Suspendieron la partida apenas comenzada y la miraron, expectantes.

—Os han echado de la Iglesia —añadió la abuela, con un hilo de voz.

Les leyó en voz alta uno de los artículos de aquel panfleto. Al parecer, y como parte del proceso de modernización emprendido durante el Concilio Vaticano II, con el que el párroco estaba en profundo desacuerdo, la Santa Iglesia había decidido expulsar de su santoral a centenares de santos, entre los que se encontraba san Arturo, patronímico que compartían muchos varones de la familia.

En aquel momento no comprendieron el alcance del disgusto de la abuela. Nunca se había hablado en aquella casa del santo que les daba nombre, ni de sus milagros, si es que los hubo. Es más, aunque nunca se decía explícitamente, existía un sentimiento colectivo de que el patronímico tenía algún tipo de relación con el rey Arturo de Bretaña, cuyas hazañas sí que conocían todos, aún sin haber leído nunca a Godofredo de Monmouth ni a Chrétien de Troyes. Para los niños era un héroe mítico, a la altura del Guerrero del Antifaz o del Capitán Trueno, sus lecturas favoritas de aquella época.

Varias eran las preocupaciones de la abuela en relación con este asunto, que poco a poco pudo verbalizar. Alguna menor, como en qué fecha se celebraría a partir de ahora la onomástica, y otras más importantes. Al haber sido bautizados bajo la invocación de un non sanctus sobrevenido, ¿seguía siendo válido su bautismo o volvían a la categoría de paganos? ¿Podían seguir asistiendo a misa? Hay que tener en cuenta que doña Amparo temía más al qué dirán que al infierno o a las tormentas secas de verano.

La abuela era una mujer fuerte y acostumbrada a que la obedecieran. Muerto su marido en los primeros días del golpe militar de 1936, supo sacar adelante a sus cinco hijos sumados al que estaba a punto de nacer.

Por si acaso, la abuela acordó que ni su hijo, ni su nieto, ni ningún otro familiar con el mismo nombre entrarían en la iglesia parroquial mientras no se resolviesen sus dudas. Quedaban sujetos a una excomunión privada, temporal y preventiva, en espera de lo que decidieran las autoridades eclesiásticas.

No hace falta decir que a nadie se le ocurrió discutir la decisión de la abuela, que llevaba años ejerciendo como cabeza de una familia ampliada. Desde la muerte de su padre Juan Francisco, descendiente de un buhonero maragato y una inmigrante catalana, comerciante y alcalde del pueblo durante la Restauración, no había hombres que pudieran hacerle competencia. Y menos que nadie su nieto que era, por entonces, demasiado bueno, estudioso y obediente.

Entre las autoridades religiosas, la más alta al alcance de los mugardeses era don Jacinto, una figura mítica, obispo de la diócesis de Mondoñedo y a quien aquel niño de gafas sucias y orejas desabrochadas no llegó a conocer hasta el temido y anhelado día de su confirmación. El siguiente en el escalafón era don Jesús, párroco de Mugardos, y a continuación el coadjutor, un sacerdote bastante más joven cuyo nombre ya nadie recuerda. En una categoría intermedia entre el párroco y el obispo, pero no en la misma línea jerárquica, estaba don Lucas, exorcista a punto de jubilarse, residente en la ciudad de Castroforte, en el lejano arciprestazgo de Bezoucos.

La postura de la abuela fue refrendada por el párroco, que hoy en día habría sido calificado de integrista y a quien entonces se le consideraba, simplemente, un hombre de carácter. Los mugardeses de la generación anterior solían recordar su actuación estelar cuando las inundaciones del cuarenta y uno. Docenas de veces se ha contado cómo, en lugar de huir hacia los oteros junto con la mayoría de los vecinos, se dirigió a la iglesia, cargó él solo con la imagen del Cristo de las Aguas y se plantó frente a las orillas del río justo en el punto en donde el estruendo de la catarata impedía comunicarse. Allí permaneció casi doce horas, rezando e imprecando a Vepar, gran duque del infierno quien, según el cura, guiaba las aguas y mandaba sobre veintidós legiones de demonios. No retornó al pueblo hasta que cesó la lluvia y el nivel del río empezó a descender. Con esa acción, tan valiente como temeraria, se terminó de ganar el respeto de sus feligreses, que él se encargaba de defender, a gritos y a puñetazos si hacía falta, cada vez que alguien se atrevía a poner en duda su autoridad. Pícnico y colérico, en esas ocasiones se transfiguraba y parecía crecer varios centímetros.

Don Jesús era temido en el pueblo no solo por sus brotes de ira, sino por su absoluta falta de discreción y de oportunidad para denunciar desde el púlpito los pecados de sus feligreses, en especial los relacionados con el sexto y el noveno mandamiento. Un feligrés podía ser un borracho, pegarle a su mujer y a sus hijos o estafar con el peso en el mercado, pero era muy poco probable que lo amonestara fuera del confesionario. En cambio, no tenía piedad con quien se le ocurriera romper con la castidad obligatoria fuera del matrimonio. Se enteraba de cuanta infidelidad o relación prematrimonial se producía en el pueblo y afeaba a los culpables a voz en grito, aprovechando el sermón de los domingos. Nunca daba nombres, pero señalaba con el dedo a los culpables y explicaba el lugar y hora de su pecado.

A su favor hay que anotar que nunca se le conoció otro vicio que la copa de orujo que bebía cada tarde en el bar del Bolichero. Ni siquiera tenía, como era habitual entonces, una viuda o sobrina que aliviara su soledad en las noches de invierno.

Ante la consulta de la abuela, don Jesús indicó la conveniencia de un exorcismo para purificar las viviendas de todos los Arturos de la familia y, ya puestos, de la parroquia. Dada la carga de trabajo y la elevada edad de Don Lucas, la ceremonia se pospuso indefinidamente. El mismo párroco advirtió que, durante la excomunión provisional, que él refrendaba plenamente, los Arturos deberían seguir guardando los mandamientos de la Santa Madre Iglesia, lo que echó por tierra algunas fantasías de vivir por un tiempo libre de las numerosas obligaciones que establecía la condición de bautizado. Arturo esperaba que lo eximieran de asistir a misa los domingos, guardar ayuno y abstinencia durante la cuaresma y cumplir el voto anual a la Virgen de la Merced de Chanteiro. Decepcionado, se resignó a su mala suerte.

Su padre, en cambio, no aceptó de tan buen grado las decisiones de la abuela Amparo. Aunque obediente y piadoso, entendía la religión de una manera diferente, más posconciliar.

Como muestra, era de los pocos católicos que dedicaban un tiempo cada día, después de cenar, a leer con su mujer e hijos algún fragmento de los evangelios y a discutir su significado, una actividad mucho más propia de luteranos y calvinistas.

La marcha del párroco a tomar las aguas a un balneario del interior hizo que ocupase su lugar el coadjutor, un hombre mucho más joven y cercano a la doctrina de Pablo VI, el único sacerdote de la diócesis que vestía pantalones. A petición del padre y a espaldas de la abuela, el coadjutor consultó al ordinario del lugar, don Jacinto, que vivía en la sede catedralicia, a solo noventa kilómetros de distancia, pero a donde la correspondencia tardaba varios días en llegar.

La respuesta de don Jacinto se demoró casi dos semanas y despejó todas las dudas que planteaba la situación, aunque lo más difícil de todo fue confesarle a la abuela que se le había pedido consejo al obispo sin contar con ella. Otra de aquellas tardes lluviosas de domingo, reunida de nuevo la familia en torno a la mesa camilla, el padre leyó en voz alta la carta de don Jacinto. Explicaba el obispo que la depuración del santoral estaba destinada a eliminar del mismo a todos los santos cuya existencia no estuviera documentada históricamente o cuyos hechos no pudieran comprobarse en fuentes fiables.

Por suerte —aclaraba don Jacinto—, esta depuración no tenía efectos retroactivos, aunque prohibía bautizar a nuevos fieles bajo los nombres eliminados y obligaba a retirar sus imágenes de los lugares de culto, suprimir las fiestas públicas celebradas en su honor y cambiar el nombre de los templos a ellos dedicados. Los ya bautizados podían conservar su nombre sin necesidad de nuevos trámites y celebrar su onomástica —en privado, precisaba don Jacinto— en la fecha habitual, que era el primero de septiembre. Como condición ineludible se establecía el pago de un óbolo no demasiado elevado cada vez que una familia se reuniera con dicho fin.

Al finalizar la lectura de la carta, el niño respiró aliviado. Podía seguir ayudando en misa un par de veces por semana, vestido de monaguillo, y lucir su memoria recitando retahílas de frases en un latín que no entendía: Agnus Dei qui tollis peccata mundi, dona nobis pacem.

La única consecuencia a corto plazo de esta situación fue que, en la cuadrícula correspondiente al primero de septiembre del calendario de pared de la Caja de Ahorros y Monte de Piedad de El Ferrol, san Arturo fue sustituido por “san Gil y sus doce hermanos”. A él le dio un poco de pena, ya que era el único lugar público en que aparecía impreso su nombre.

Llegado ya a la adolescencia, a finales de los años sesenta, su familia más cercana evolucionó en muy poco tiempo desde un catolicismo tradicional (Acción Católica, Caballeros de San Vicente de Paúl, Juventudes de Acción Católica) a integrarse en las entonces recién surgidas comunidades de base, un intento de volver a los orígenes del cristianismo que incluía la celebración de misas en domicilios particulares, con los participantes sentados en torno a una mesa de comedor y donde se comulgaba con pan y vino de verdad. Aunque aparentemente era una actividad pura y humilde, en aquellas prácticas había algo que, por un acuerdo tácito, preferían no contar a nadie. Como el Opus Dei, no era un grupo secreto sino discreto.

Sin embargo, estos cambios no fueron suficientes para él. Aquella excomunión temporal de su niñez había plantado en su subconsciente una semilla que, a principios de los años setenta, reapareció en forma de ateísmo militante, aliñado con toques de laicismo e incluso una clara deriva anticlerical. Aunque sus gafas seguían estando sucias y sus orejas permanecían tan desabrochadas como en la infancia, ya no era un niño bueno y obediente. Si la Iglesia le abandonaba, ¿por qué no podía él abandonar a la Iglesia? No fue, por supuesto, una decisión sencilla, aunque le ayudaron bastante las trabas que la religión oficial imponía al disfrute de una sexualidad que, justo en aquellos momentos, había encontrado con quién compartir.

Un forúnculo, que le apareció por aquellas fechas en el prepucio, estuvo a punto de echar por tierra su decisión. Sopesó incluso la posibilidad de que se tratase de alguna advertencia o castigo divino derivado de su falta de fe, pero una visita al médico y un tratamiento con antibióticos solucionaron el problema. Fue entonces cuando se convenció de que Bob Dylan tenía razón, la respuesta volaba con el viento, y se creyó que ya había andado suficientes caminos como para dejar de ser un joven y convertirse en un hombre.

Nada de esto, por fortuna, redujo su interés por los aspectos más fascinantes de la religión, de la teología en general y de la hagiografía en particular.

Con España envuelta en el ansia de reformas aparentemente a punto de cumplirse tras la previsible desaparición del dictador, se planteó también un cambio de carrera. Se matriculó en la Facultad de Sociología de la Universidad Complutense mientras dejaba aparcados sus estudios de ingeniería naval.

El contraste resultó inimaginable. De un edificio vetusto, oculto entre árboles que no permitían que los rayos de sol entraran en las aulas, pasó a una facultad rodeada de césped y bañada por el sol. De unos profesores grises, que parecían más preocupados en suspender que en enseñar, y unos alumnos solo interesados en sacar buenas notas, saltó a un enjambre de penenes en constante ebullición, a la vez contestados y apoyados por un fuerte movimiento estudiantil con una gran influencia ácrata y asamblearia. Alumnos y profesores discutían en las aulas y jardines las nuevas teorías sociológicas y antropológicas. Llegado de un ambiente masculinizado y machista, de una escuela donde la presencia femenina se reducía a las limpiadoras, tres alumnas y ninguna profesora, se encontró de pronto en un entorno con numerosas mujeres, muchas de ellas con una clara conciencia feminista. No es de extrañar que todos esos factores estuvieran a punto de hacer que su cambio de rumbo se convirtiese en definitivo. Al curso siguiente decidió volver a los estudios de ingeniería, movido por una visión quizás demasiado materialista. Consideró entonces que un ingeniero naval se ganaría la vida mucho mejor que un sociólogo; nunca se sabrá si su decisión fue errónea o acertada.

Mientras tanto, en aquellos meses de libertad provisional y acostumbrado a las largas jornadas de estudio necesarias para las carreras de ingeniería, se encontró con muchas horas de tiempo libre y pudo profundizar en los detalles y motivos de aquel “borrado” de santos que había marcado su niñez.

A través de uno de sus compañeros de clase en Sociología, sacerdote que muy poco después abandonó las órdenes, conoció la existencia de la Société des Bollandistes, todavía continuadora de la labor iniciada en 1643 por el jesuita Jean Boland.

Según le explicó aquel compañero a quien luego le perdió la pista, los trabajos de los bolandistas tenían un objetivo fundamental con el que se sintió plenamente identificado: desmontar los numerosos mitos y falsedades acumulados en los santorales. De hecho, por aquellos años pensó en dedicarse él mismo a ese trabajo de investigación y destrucción de mitos. Por suerte o por desgracia, sus intentos de ser admitido en la Société resultaron infructuosos, ya que su entusiasmo no suplía en absoluto su ignorancia en temas de historia y de filología.

A Jean Boland, en cambio, las lenguas orientales aprendidas en la universidad de Lovaina le permitieron leer numerosas fuentes originales sobre la vida de los primeros santos cristianos, descubriendo de esa manera la falta de rigor de la mayoría de ellas.

Siguiendo las pistas de su compañero cura se enteró, para su sorpresa, que desde el siglo IV en adelante habían proliferado los martirologios, repletos de biografías oscuras y procedentes de fuentes muy poco fiables. Algunas eran verosímiles, otras falsas e incluso algunas mostraban tintes heréticos para defender doctrinas agnósticas.

Dentro de este fascinante subgénero literario de las falsas vidas de santos descubrió a un personaje que lo atrajo inmediatamente: el beato Santiago de la Vorágine, quien, a finales del siglo XIII, escribió la famosa Leyenda Áurea, uno de los textos hagiográficos que más han ayudado a difundir la devoción a los santos, aunque su exactitud histórica sea más que dudosa.

En aquellos tiempos sin internet no era fácil acceder a las obras de los bolandistas. Los ejemplares entonces depositados en la Biblioteca Nacional eran todos de los siglos XVI y XVII y a él le resultaban incomprensibles. Solo los pudo consultar muchos años más tarde, cuando en la Heythrop Library de Londres encontró una excelente edición en inglés.

Mientras alternaba la lectura de la poca información que iba reuniendo con otros libros más habituales entre sus amigos de entonces, como El lobo estepario o los Principios fundamentales del materialismo histórico, empezó a comprender la ingente labor realizada por los bolandistas a lo largo de los siglos. Basta con pensar que el listado de santos con que cuenta la Iglesia católica, aún después del expurgo del Concilio Vaticano II, es de unos cuarenta mil.

Pero no todo era investigar en aquellos años espléndidos, en los que cualquier cosa podía suceder. Nadie tenía certeza sobre el futuro próximo, pero muchos creían que España estaba a punto de cambiar y que ellos serían los protagonistas de ese cambio.

Podías ir a ver un maratón de cine mudo con un pianista tocando en directo y acabar destrozando escaparates por las calles de Madrid, porque habían matado a Puig Antich y no ibas a consentir que aquella infamia les saliera gratis.

Podías ir a casa de unos vecinos a pedirles una aspirina, encontrarte que dentro estaban los inspectores de la Brigada Político-Social y pasar tres días en un calabozo, en los sótanos de la Dirección General de Seguridad, para regresar convertido en un breve héroe.

Podías, incluso, ir a comer cordero y tortillas a un asador muy popular, al nordeste de Madrid, y enterarte años después que cocinaba los animales sacrificados en la cercana perrera municipal.

Por otra parte, Arturo leía con frecuencia libros en inglés, gracias al empeño de su abuelo Manuel en que aprendiera dicho idioma. Tuvo la inmensa suerte de poder leer a algunos autores ingleses o norteamericanos no publicados en España, pero cuyos libros se vendían bajo cuerda en algunos puestos del Rastro o circulaban de mano en mano: Frantz Fannon, Richard Crumb, William Blake…

Y aun así, con miles de caminos abriéndose hacia todos los puntos del horizonte, a veces encontraba un rato para seguir reuniendo información sobre aquel borrado eclesial que le obsesionaba.

En su búsqueda, aprendió que de muchos miles de santos sólo se conoce el nombre, tomado de las relaciones de mártires que desde los primeros años del cristianismo compilaban las iglesias locales; de muy pocos santos anteriores a la Baja Edad Media se conservan más datos.

Se tranquilizó al enterarse de que, entre esos cuarenta mil santos activos, sólo 148 gozan de culto en toda la cristiandad. Este número ha seguido aumentando con las canonizaciones posconciliares, aunque el total fue mantenido en secreto hasta enero de 2005, cuando la Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos presentó una nueva edición del Martirologio Romano, en donde aparecen unos siete mil santos y beatos a los cuales la iglesia católica propone como ejemplos a imitar.

Dentro de las decenas de miles de posibles candidatos, comenzó sus investigaciones por su santo, aunque quizás debería escribir su exsanto. Tenía curiosidad por saber, en primer lugar, si había existido y, en ese caso, los hechos por los que había llegado a alcanzar la canonización.


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Los 35 santos de mi vida - 2 - SAN ARTURO DE IRLANDA

Su primer viaje al extranjero lo hizo a Inglaterra, en 1975, un año que su generación no olvidará nunca. 

Meses antes había conocido a una estudiante de Ciencias Exactas, vegetariana y aficionada a la ópera, y —siguiendo su costumbre— se había enamorado de ella. Al llegar el verano, ella se marchó a Londres, teóricamente para aprender inglés.

Él, ansioso por seguirla, aprovechó unos días libres entre los exámenes de septiembre y el comienzo de las clases y se presentó sin avisar en su miniapartamento de Fulham Road, encima de la librería de viejo de Peter Harrington. Allí descubrió que la que hasta entonces había considerado su novia le engañaba. Era cierto que estaba estudiando inglés y trabajando un par de horas al día en un fish and chips; el olor a fritanga de su melena lo atestiguaban. Pero no era tan cierto que hubiera viajado sola a Inglaterra.

Durante un par de días, su interés por la hagiografía le permitió sobrellevar la rabia y los celos que iban creciendo como un tumor. Pasó muchas horas en la Heythrop Library, la biblioteca de los jesuitas, buscando información sobre Arturo de Irlanda. Encontró muy poco material que le fuera útil y las gestiones para conseguir fotocopias eran interminables. En su recuerdo, en aquel Londres otoñal llovía todos los días y el ruido del tráfico nunca cesaba en Fulham Road. El autobús número 14, que le transportaba hasta la biblioteca, parecía aguardar a verlo doblar la esquina para arrancar y hacerle esperar media hora bajo la lluvia.

Tres días después de su llegada, durante una manifestación contra los fusilamientos en España de cinco miembros de la oposición antifranquista, toda la ira que había acumulado estalló en forma de pelea con unos fascistas franceses que increpaban desde la acera a los manifestantes. Mientras miles de personas cantaban "Al alba" frente a la embajada española, él pasó la noche en una comisaría, compartiendo celda con otro extranjero, detenido por intentar ayudarle a escapar de la policía. El detenido se llamaba Isaac Tepetl y era un indígena mazateco con quien años después compartiría demasiadas cosas en México.

Isaac era más bien bajo pero ancho de hombros, vestía pantalón y camisa de algodón, según él hilado y tejido con sus propias manos, y al principio se negaba a hablar en español, pues lo consideraba el idioma del imperio, y en inglés, del que solo manejaba un vocabulario muy limitado. Solo aceptó el español cuando se convenció de los nulos conocimientos de esperanto de su compañero de celda.

Pese a la amistad que se forjó aquella noche y que duraría casi veinte años, hasta la súbita desaparición de Isaac, el mazateco nunca le quiso contar los motivos de su estancia en Londres ni de sus posteriores viajes a aquella ciudad.

La detención, el juicio rápido y la condena a dos años de prisión suspendida motivaron la inmediata salida de ambos del Reino Unido y el cese de las infructuosas investigaciones en la Heythrop Library.

El cabreo por la traición de su novia se le fue pasando con el tiempo, a la vez que la condena en el Reino Unido le abrió la puerta de organizaciones como Anarchist Black Cross, los Groupes d’Action Révolutionnaires Internationalistes o la Federación de Grupos Autónomos, con las que, en condiciones normales, nunca habría llegado a colaborar.

Mientras militaba en los grupos anarquistas y a la vez que trabajaba a tiempo parcial para pagarse la estancia en Madrid, siguió avanzando en sus estudios de ingeniería, ahora ya sin desviaciones. Poco después conoció a María, quien luego sería su mujer, y se fue a vivir con ella y otras dos parejas en un piso del barrio de Chueca, donde empezaban a abrir algunos locales de ambiente LGTB.

Salvo los dieciocho meses de servicio militar, de los que nunca le ha gustado hablar, fueron unos años maravillosos. Era joven, había muerto el dictador, vivía con María y tenía un trabajo que le dejaba mucho tiempo libre. Fue la primavera de su vida. Sus paseos hasta la oficina le permitían muchas veces cruzar por el interior del Museo de Prado y quedarse unos minutos contemplando, por ejemplo, El jardín de las Delicias —vuelta a la temática religiosa—.

Sus nuevos compañeros de trabajo, que lo cuidaban y le enseñaban como al chiquillo que todavía era. Los conciertos multitudinarios (Aguaviva, Miguel Ríos, Malicorne) en una ciudad que, para él, no era de goma lisa y negra. Las manifestaciones por la amnistía de los presos comunes: Presos a la calle, comunes también. Los contactos y reuniones con sus nuevos amigos anarquistas de toda Europa. Mucha vida por delante, demasiadas cosas por hacer que pospusieron su idea de conocer mejor la vida de su santo patrón.

Sin embargo, todo termina, incluso aquellos tiempos de locura. Acabada la carrera, libre ya de obligaciones militares, desengañado con el anarquismo tras la escisión de la Confederación Nacional de Trabajadores por motivos que nunca consiguió entender, llegó el momento de aparcar por un tiempo la utopía y pensar en un futuro a más largo plazo.

Había que tomar decisiones difíciles y pactar consigo mismo soluciones no siempre plenamente satisfactorias. Se estaba haciendo adulto.

Una de esas decisiones difíciles fue la de su matrimonio. Conseguido un trabajo estable en una fábrica de Cartagena, él y su mujer se vieron empujados a casarse. La democracia estaba en sus comienzos, la mentalidad del país no había cambiado mucho desde la dictadura y ciertos comportamientos eran rechazados por gran parte de la sociedad.

Coincidiendo con el Festival Internacional de Cine de 1979, se casaron en San Sebastián, un trámite escueto al que no asistieron más que ellos dos y un par de testigos. Mientras el juez les leía los párrafos correspondientes del Código Civil, en las calles resonaban los gritos de los manifestantes por la amnistía y los botes de humo y las pelotas de goma de las cargas policiales.

En Cartagena, y sin otras preocupaciones más urgentes, llegó el día en que reanudó su investigación hagiográfica.

El principal problema a lo largo de los años de búsqueda fue la falta de fuentes fiables. Arturo de Irlanda parece haber sido un personaje bastante elusivo; no se le cita en el Martirologio Romano ni en casi ninguna de las relaciones de santos más habituales, como si quisiera pasar inadvertido. Un santo tímido o, al menos, muy discreto. En eso, como en muchas otras cosas, nuestro protagonista y su santo no se parecían demasiado.

El texto más antiguo que menciona a Arturo de Irlanda hace referencia a unas crónicas que se conservaban en el convento francés de Cerfroid y se perdieron en el incendio posterior a la escisión en 1613 entre trinitarios calzados y descalzos.

Por el contexto, puede deducirse que el santo irlandés era miembro de la Ordo Sanctae Trinitatis et Captivorum, la primera institución oficial de la Iglesia Católica especializada en la liberación de presos cristianos mediante el pago de un rescate. Dada la naturaleza de su misión, los miembros de la orden viajaban con frecuencia a los lugares donde se encontraban aquellos a quienes pretendían liberar.

Otro acontecimiento vino a interrumpir su larga búsqueda. En 1987, su empresa lo obligó a trasladarse a San Fernando para poner en marcha un recién creado departamento de informática técnica. Podía haberse negado, pero un abogado laboralista le aconsejó que aceptara el traslado y, si no le gustaba el puesto o la ciudad, siempre podía buscarse otro trabajo.

Ocho años más viejo que a su llegada a Cartagena, se le hacía muy cuesta arriba comenzar de cero en otra ciudad: encontrar nuevos amigos y rehacer sus redes sociales le parecía una tarea inalcanzable. Fueron meses difíciles, luchando entre el duelo por las grandes amistades que dejaba atrás y la necesidad de integrarse en un nuevo ambiente, mucho más endogámico que el de Cartagena.

La salida a esta crisis llegó a través de un cartel que leyó en un bar de copas: se anunciaba una marcha en bici desde Gibraltar hasta Rota, para protestar contra la presencia de bases extranjeras. En esa marcha, que duró varios días, conoció a un grupo de ecologistas y pacifistas que pronto fueron el núcleo de sus nuevas relaciones.

Con el tiempo llegaría a frecuentar una serie de antros, hoy ya desparecidos, donde la fiesta se prolongaba hasta el amanecer: Pola Negri, un sótano donde las noches terminaban cantando El baúl de los recuerdos; Toque de Santo, La Bemba Colorá o un local sin nombre en la calle San Pedro, cuya puerta cerrada solo se abría si el portero te conocía, no desmerecían nada frente a la noche cartagenera de tan inolvidable recuerdo.

En 2011, cuando ya llevaba veinticuatro años viviendo en Cádiz, aprovechó el breve intervalo entre la salida de las tropas norteamericanas de Irak y la creación del ISIS para visitar las ruinas de Babilonia, donde al parecer había fallecido su patrono. Desde la ciudad santa de Kerbala contrató a un taxista para que lo acercara cincuenta kilómetros hasta el lugar.

A orillas del Éufrates, en medio de minifundios regados por canales diseñados por los asirios hace dos mil quinientos años, se extendían varios kilómetros de vestigios arqueológicos que arrastraban diecisiete siglos de guerras y abandono. En las ruinas hacía un calor sobrehumano.

No encontró allí ningún rastro de san Arturo, pero le sorprendieron dos intervenciones muy recientes, a cuál más desafortunada. La primera estaba en el punto donde se detuvo el conductor, una concentración de kioscos de bebidas, tenderetes de recuerdos y guías turísticos a la caza de clientes demostraba que era el lugar más concurrido de las ruinas.

Se trataba del palacio que se había hecho construir Saddam Hussein, edificado en forma de zigurat y con la extensión de varios campos de fútbol. A su entrada pudo contemplar los restos de un mural que representaba al propio Saddam al frente de sus ejércitos (misiles, cazas, destructores), blandiendo un arco y subido a un carro de guerra asirio. Las puertas monumentales estaban decoradas con frisos de ladrillo en los que aparecía Saddam en diferentes poses guerreras, una de las cuales lo representaba con los atributos del dios Ahura Mazda.

Años después, se preguntaba por qué los dictadores necesitan vivir en un palacio, al recordar este de Babilonia mientras recorría el de Nicolae Ceausescu y se prometía visitar algún día el palacio de otro dictador mucho más cercano, el de El Pardo. Visto desde cierta distancia, aquel monumento al ego le trajo a la memoria las puertas del palacio de Asurbanipal, que había visto en el Museo Británico la víspera de su detención en Londres. Desde las ventanas sin cristales del palacio vandalizado se divisaba un teatro de estilo seudorromano y un muro de once metros de altura, ordenado levantar por el mismo Saddam en torno a la antigua ciudad. Las nuevas construcciones estaban salpicadas a la altura de la vista de ladrillos con inscripciones en árabe que daban fe de que “Saddam Hussein, el protector, salvó la civilización y reconstruyó Irak”. Estos ladrillos, arrancados de los edificios, se podían adquirir a los vendedores ambulantes que patrullaban la zona. Años después lamentaría no haber comprado uno para añadirlo a la colección de cosas inútiles que alguien tirará a la basura cuando se muera, como su colección de etiquetas de bolsitas de infusiones o un fragmento de madera extraído del naufragio del motovelero de cabotaje Juan de la Mata.

Contrató los servicios de un guía y abandonaron las ruinas del palacio, invadidas por adolescentes que fumaban, escuchaban música o se escondían por los rincones más oscuros. Al caminar por entre los restos de la antigua capital de Asiria, bajo un sol demasiado brillante y aturdido por el zumbido continuo de las chicharras, pudo contemplar otras agresiones mucho más recientes, pero igual de odiosas, procedentes del campamento militar establecido allí por los norteamericanos ocho años antes, durante su invasión de Irak. Encontró vertidos de aceite de motores, huellas de tanques en la Avenida de las Procesiones, cementerios de vehículos abandonados, pintadas sobre antiguos muros de ladrillo… Los nuevos vándalos también habían dejado allí sus huellas.

Ya de regreso de aquel viaje que lo marcó para siempre y en el que descubrió los que quizás sean los límites de la crueldad humana, tardó tiempo en reanudar sus investigaciones, que por aquel momento llegaron a parecerle banales. ¿A quién podía interesarle la vida de un oscuro monje del siglo XIII?

Cuando consiguió dejar de soñar con los horrores que había visto en Irak, decidió retomar sus investigaciones, aunque, a falta de datos concretos, quizás fuera mejor llamarlas elucubraciones.

 Suponiendo su existencia, lo más probable es que Arturo de Irlanda estableciese su base en Malta y viajara por las costas orientales del Mediterráneo y los escenarios de la Novena Cruzada.

Tras la pérdida del Crac de los Caballeros en 1272, muchos de sus defensores cayeron prisioneros de los mamelucos. Con toda probabilidad, estos eran los cautivos que pretendía liberar el monje.

A partir de estos escuetos datos la imaginación de los hagiógrafos modernos se dispara. Así, ha sido descrito como procedente de una familia de piadosos cristianos que le educó desde su infancia en el amor a Cristo y su Santa Iglesia. Desde sus primeros años dio muestras de mucha piedad y virtud, siendo ejemplar en todo y comenzando de esta manera su largo camino hacia la santidad. Como si existiera, al igual que la carrera militar o la judicial, un camino establecido para llegar a santo.

Podemos imaginar al monje irlandés —ya puestos, ¿por qué no pelirrojo?— con su capa azul marino y su hábito blanco marcado por una cruz roja y azul, recorriendo los caminos del Cercano Oriente. No con destino a Babilonia, como parecen indicar las crónicas trinitarias, sino a varias ciudades, en su mayoría costeras, controladas por cristianos, mamelucos, seleúcidas o mongoles. Quizás aprovechó aquellos viajes para visitar los Santos Lugares, en donde, desde la expulsión de los cruzados pocos años antes, los cristianos no eran muy bien recibidos.

Es probable que muriera en el curso de alguno de sus recorridos por zonas de conflicto, pero no a manos de las autoridades sino por accidente o enfermedad. Los sultanes eran buenos conocedores de la actividad de los trinitarios, que les reportaban ingresos muy importantes a través del cobro de rescates por los cautivos cristianos. A partir de algunos datos dispersos, como los quinientos ducados pagados por Miguel de Cervantes o los treinta y cinco mil cautivos liberados por los trinitarios, estamos hablando de un mercado de decenas de millones de euros.

Una vez concluidas las averiguaciones sobre su santo patrón, comenzó a buscar información sobre otros santos de alguna manera relacionados con su vida, sin ningún orden predeterminado. Un santo le llevaba a otro, igual que cada episodio de su vida enlaza con otro anterior o posterior.


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Los 35 santos de mi vida - 3 - SAN BALTASAR

El primer contacto con una persona de color lo tuvo a los seis años. Después de muchas dudas y varias visitas a las jugueterías de la calle Real, había conseguido terminar de escribir la carta a los Reyes Magos. Sus padres lo llevaron a entregársela en mano a los propios Reyes, instalados en la puerta del Casino Ferrolano, bajo un baldaquino de terciopelo rojo con flecos dorados. Allí se habían formado tres colas de niños, una frente a cada uno de los reyes. Dos policías municipales, con salacot blanco y porra al cinto, se ocupaban de mantener el orden. Él estaba nervioso, temiendo que cualquier fallo por su parte le dejara sin juguetes. Dudaba, sobre todo, si la carta que iba en el sobre cerrado era la última versión o alguna de las anteriores; sus padres no le habían dejado abrirlo para cerciorarse por última vez.

Aunque la cola para entregar las cartas al rey negro era mucho más corta que las otras dos y él insistía en dársela a Baltasar, sus padres se empeñaron en colocarlo en la de Melchor, insistiendo en que el negro manchaba. Sus protestas fueron en aumento, pese a su habitual docilidad y buen carácter, y alcanzaron tal volumen que uno de los municipales se acercó a enterarse del motivo de sus protestas, para terminar asegurándole a sus padres que Baltasar no manchaba, que ese año habían conseguido un negro “de verdad”. Probablemente se trataba de uno de los siete u ocho africanos llegados aquel año a Ferrol para hacer el servicio militar, en teoría obligatorio para los jóvenes de las recién declaradas provincias españolas del Golfo de Guinea.

Cuando le tocó el turno y se acercó, carta en mano, Baltasar lo agarró por debajo de las axilas y lo sentó en sus rodillas. Al verse tan cerca del rey y darse cuenta de que tenía blancas las palmas de las manos, sus protestas volvieron a oírse por toda la calle. Aferrado con las dos manos a la carta, se negaba a soltarla. "¡Es falso!" —gritaba despavorido— "¡No es un negro de verdad!" Tuvo que intervenir de nuevo el guardia para arrancarle la carta de las manos y dársela al rey, todo ello entre advertencias de que si se portaba mal no recibiría regalos, solo carbón. Fue un momento bochornoso para sus padres: una rabieta en la puerta del Casino Ferrolano, ante la mirada seria de varios representantes de las mejores familias de la ciudad.

Él sigue pensando que ese fue el motivo por el que ni aquel año ni en los sucesivos recibió una bicicleta, el regalo que más ansiaba. Tuvo que esperar ocho hasta conseguir una de segunda mano, con la que pudo por fin aprender a montar.

Tardó mucho tiempo en enterarse de que Melchor, Gaspar y Baltasar eran santos; para él eran Reyes Magos, una categoría que consideraba muy superior. La tradición católica cuenta que se quedaron a vivir en Judea, que el apóstol Tomás los convirtió años después al cristianismo y que, finalmente, murieron martirizados. Otras fuentes dicen que no eran tres sino doce, que no provenían de Oriente, sino de Andalucía, que Baltasar no era negro o que no eran reyes, sino solamente “magos” o sacerdotes. No es fácil encontrar una explicación sobre el color de la piel de Baltasar o sobre cómo un negro (quizás etíope) había llegado a rey en algún país de Oriente Medio.

Pasó el tiempo y dejó de creer en casi todo, incluso en el origen mágico de los regalos que recibía cada enero. En sus últimos años de infancia ya le costaba aceptar el impresionante esfuerzo logístico que significaba para Melchor, Gaspar y Baltasar recoger y procesar muchos millones de cartas en todo el mundo católico, comprar y almacenar una cantidad de regalos que equivalía al contenido de unos mil superpetroleros o varios millones de camiones de gran tonelaje y distribuirlos en una sola noche. Por muy magos que fueran.

Con san Baltasar se volvió a encontrar en enero de 2013, durante el mismo viaje por Argentina en el que descubrió al Gauchito Gil. En la provincia de Corrientes, cerca de la triple frontera con Uruguay y Paraguay, entre la población de origen africano se encuentra muy extendido el culto a san Baltasar o santo Cambá, en su versión guaraní-tupí. Aunque hay diferentes opiniones sobre cómo llegó este culto a aquella provincia fronteriza, se acepta que sus primeros practicantes eran, en su inmensa mayoría, descendientes de antiguos esclavos africanos y que este culto no se encuadra en la Iglesia Católica sino en el Candombe, nombre que toma en Argentina el sincretismo entre catolicismo y las religiones practicadas por los negros antes de su secuestro y traslado forzoso a América.

Según el diario local "El Litoral", al día siguiente de su llegada a la capital de la provincia tendría lugar una procesión en honor del santo, acompañada de toque de tambores. Cuando llegó al barrio Tambá Cuá, se llevó una decepción. Aquello ya no era un suburbio marginal donde se alojaban los negros libertos; ahora era una zona residencial de clase media, a orillas del Paraná. En lugar de un rito popular, desarrollado por los descendientes de los esclavos que en su día habitaron en el barrio, se encontró una fiesta multitudinaria, con miles de visitantes llegados en autobuses de toda Argentina, entre los que era muy difícil encontrar a algún negro. Blancos eran los abanderados, las reinas, los músicos y la gran mayoría de los danzantes. Blanca era, incluso, la música que los acompañaba.

Pero no terminó ahí su relación con san Baltasar. Los últimos años antes de jubilarse estaba preocupado por cómo ocuparía su tiempo cuando dejara el astillero. En su habitual línea planificadora, llegó a elaborar un programa detallado de actividades diarias (paseo, gimnasio, periódico …) y a preparar una lista de tareas ineludibles, desde pintar la casa hasta pasar a limpio las recetas de cocina que había ido recopilando a lo largo de su vida o meterle mano a una pila de libros que aguardaban a ser leídos, algunos desde hacía años.

No terminó ninguna de esas tareas, pero pronto descubrió que la vida de jubilado estaba casi más llena de actividad que la que había llevado hasta aquel momento.

Para romper por completo con las rutinas de su vida laboral, en septiembre de 2016 decidió emprender un viaje mítico, con el que llevaba años soñando. Se trataba de volar a Kisangani, una ciudad ubicada justo aguas abajo de los rápidos de Wagenia, y descender unos mil quinientos kilómetros por el río Congo en una lancha de madera. No esperaba encontrarse de nuevo allí, en pleno corazón de África, con la pista de san Baltasar.

Después del magnífico caos del aeropuerto de Kinshasa, durante el vuelo hasta Kisangani releyó las palabras de Javier Reverte en Vagabundo en África: ”Volábamos ya sobre las selvas oscuras del Congo, una suerte de mancha casi negra, un abismo de tierra que nos observaba desde allá abajo con ojos invisibles. No resultaba bella aquella visión primera de la selva desde lo alto, en todo caso era inquietante.”

Por contraste con Kinshasa, Kisangani le pareció un lugar casi agradable. Bastaba con sentarse en la terraza del hotel, entre cascos azules y prostitutas, con no mirar a su alrededor ni escuchar la música de baile ndombolo que sonaba incesante por los altavoces y contemplar las canoas que descendían por el río para sentirse Humphrey Bogart navegando con Katharine Hepburn en "La reina de África".

Cuando bajó de la nube cinematográfica, la realidad era muy distinta. En la orilla, un hombre barría las escaleras que bajaban desde un bar hasta la ribera. Al terminar, tiró al río la basura que había recogido cuidadosamente; a ese mismo río en donde una madre se aseaba, lavaba la ropa y bañaba a una niñita en un barreño mientras un pescador lanzaba la atarraya desde una piragua, para luego intentar venderles sus capturas al cocinero de los blancos.

La primera salida a la calle, para dar un paseo por la orilla y conocer los edificios más significativos, la hizo con una mezcla de miedo y excitación. La ausencia casi total de blancos, las miradas torvas de los policías y soldados y, sobre todo, las atrocidades que había leído sobre las sucesivas ocupaciones de la ciudad por la guerrilla alimentaban su miedo y el de sus compañeros de viaje.

Al pasar frente al edificio racionalista del Hotel de las Cataratas, hoy en día semiabandonado, alguien se ocupó de recordarles que fue allí donde, en 1964, los guerreros Simba encerraron a más de mil seiscientas personas evolucionadas, incluyendo a todos los blancos que pudieron pillar, para luego asesinar a la mayoría.

Al día siguiente, en espera de algún trámite o permiso imprescindible para poder zarpar río abajo, se acercó con un par de compañeros hasta la Gran Mezquita, donde mezclando francés, inglés y swahili consiguieron sostener una conversación muy entrecortada con un grupo de jóvenes que, como ellos, no tenían nada mejor que hacer.

La situación cambió cuando llegaron tres hombres de más edad, uno de ellos cubierto por una túnica multicolor, otro vestido con sotana y el tercero con una chilaba y un gorro blancos que delataban su condición de hadji, quizás el único del millón y medio de habitantes de Kisangani que había hecho la peregrinación a La Meca. Los tres hablaban un perfecto francés y se sentaron junto a ellos, dispuestos a unirse a la conversación; los jóvenes aprovecharon para despedirse y desaparecer. El de la sotana resultó ser el párroco de la iglesia de san Baltasar, el de la chilaba era el imam de la Gran Mezquita, en cuya entrada estaban sentados, y el tercero era la máxima autoridad local de la iglesia Kitawala.

En el curso de una discusión tan animada como respetuosa, se comentaron las dificultades de convivencia entre las tres religiones en un entorno tan violento y militarizado como el de la República Democrática del Congo. En ese contexto salió a relucir la relativa escasez de santos negros dentro de la Iglesia Católica. Los kitawala quedaban exentos de esta acusación, ya que en su religión no existe ninguna categoría asimilable, y el imam defendió la existencia de numerosos santos y santas entre los musulmanes africanos, obviando que la mayoría de ellos procedían del norte de África, desde Egipto hasta Marruecos, por lo que no se les podía considerar negros.

De nada sirvió que nuestro viajero citara al propio Baltasar, ni que el párroco sacara a colación casos como Benito de Palermo, Antonio de Cartago, Elesbaán, Ifigenia y Martín de Porres. Todos ellos eran, tanto para los musulmanes como para los kitawala, falsos negros o negros esclavos, promovidos por la jerarquía católica para favorecer su implantación, tanto entre los esclavos trasladados a América como entre los propios africanos. En este sentido, los tres sacerdotes coincidieron en el nefasto papel de la Iglesia Católica durante la colonización blanca en África y en especial en el Congo.

Al atardecer tuvieron que suspender tan interesante discusión y regresar al hotel. Los tres congoleños estuvieron de acuerdo en que no era seguro que un grupo de blancos circulara por Kisangani después de la puesta de sol y los acompañaron hasta la misma puerta del hotel.

Solucionados los problemas de la embarcación, a la mañana siguiente emprendieron un viaje de diez días que los llevaría río abajo por una zona en donde no se les había perdido nada. Fue en el curso de ese viaje, en Lisala, la ciudad más grande entre Kisangani y Mbandaká, donde se reencontró con Alicia, la sanitaria a quien había conocido diez años antes en Sant Cugat. Estaba allí como voluntaria de Médicos sin Fronteras, ayudando a contener una epidemia de cólera que se extendía por aquella ciudad sin alcantarillado.

Si a él le sorprendió ese encuentro inesperado, más le extrañó a ella que a un grupo de blancos se les ocurriera llegar hasta allí por placer. Esa misma noche, la enfermera le enseñó el libro que tenía en su mesilla, "El corazón de las tinieblas", y le leyó el final, que parecía saberse de memoria: “[…] el tranquilo camino de agua conducente a los últimos confines de la tierra fluía sombrío bajo un cielo cubierto. Parecía conducir al corazón de unas inmensas tinieblas”. Este texto, que Arturo reprodujo en su cuaderno de viaje, lo sigue considerando la mejor descripción del río Congo que se ha escrito nunca.


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Los 35 santos de mi vida - 4 - SANTA MARÍA GORETTI, SAN TARSICIO Y SAN AGILOLFO

Sus recuerdos escolares incluyen algunas imágenes que, más de sesenta años después, le siguen emocionando. Una foto de grupo en una escalinata: dos profesores, don Antonio y don Saturnino, sus ochenta alumnos y él, el niño bueno, al lado de los maestros. Las largas caminatas hasta el colegio, esquivando charcos y procurando no pisar las rayas entre las grandes losas de granito, por una ciudad con más tranvías que coches y sin padres que acompañaran a los niños a clase. Una función de navidad disfrazado de leñador, con pantalones de raso, boina negra y un hacha de madera. Una gabardina azul marino, con capucha, que podía transformarse en alfombra mágica, en ropa invisible o en la capa del Guerrero del Antifaz. Un guardia urbano, dirigiendo el tráfico con salacot blanco, rodeado por los aguinaldos de navidad (botellas, cajas de turrón, incluso un pavo vivo). Una medalla de buena conducta, con cinta azul en mayo y roja en junio, requisito imprescindible para que lo llevaran al circo.

Para las monjitas del colegio de Las Discípulas, donde estudió la primera parte de la enseñanza primaria, María Teresa Goretti era, junto con Tarsicio, un ejemplo de vida cristiana que sacaban a relucir con mucha frecuencia.

El colegio, instalado en un precioso palacete modernista, era el menos retrógrado dentro de la enseñanza privada de Ferrol, al menos para niños de entre cinco y ocho años.

Tomemos esta afirmación con la distancia que marca el tiempo transcurrido. Cada mañana, antes de entrar a las aulas, los alumnos formaban en el patio y cantaban el Cara al Sol, Montañas Nevadas o el Oriamendi antes de proferir los llamados gritos de rigor. Para los niños, aquellas canciones y aquellos gritos no tenían ninguna connotación política; las consideraban una forma como cualquier otra de comenzar las clases.

Por supuesto, había alumnos de pago y becados, quienes no usaban un uniforme diferente ni se sentaban al fondo de la clase o entraban por otra puerta, algo habitual en varios colegios religiosos de la ciudad.

Sí se mantenían los castigos corporales, aunque no con la crueldad y la saña que contaban sus amigos de otros colegios privados. Hasta donde él recuerda, el peor castigo físico era permanecer de rodillas sobre el suelo de madera en el mirador que ocupaba la esquina de la clase. Era una pena leve; ni brazos en cruz ni apoyado sobre garbanzos. La parte buena del castigo (todos la tienen) era la visión privilegiada sobre el Parque Municipal y sus pavos reales.

Fue este, quizás, su primer desencuentro con una determinada manera de entender la religión, su primer conflicto con una autoridad que no aceptaba.

Uno de los castigos le dolió especialmente, por lo injusto. Su delito: haber faltado a clase la tarde anterior, martes de Carnaval, para acudir al baile infantil de disfraces del Casino Ferrolano. Si sus padres lo animaban a vestirse de guardia municipal y las monjitas lo castigaban por el mismo motivo, ¿a quién debía hacer caso? ¿eran sus padres unos pecadores que arrastrarían al infierno a toda la familia?

En ese ambiente ultraconservador se producían frecuentes alusiones a María Goretti, cuyos méritos la mayoría de los niños no alcanzaba a comprender. Aquello de que murió a manos de su vecino Alessandro por defender su pureza no lo entendían; las explicaciones de las monjas sobre la pureza y cómo se defendía los dejaban todavía más confusos. Era un terreno pantanoso en donde se mostraban bastante incómodas.

Esta difícil relación de las monjas con el sexo tuvo bastante importancia, más de la que pueda suponerse, en la formación de la identidad sexual de Arturo, quizás no muy atormentada pero siempre compleja.

Más familiar les resultaba Tarsicio, patrón de los monaguillos, otro santo muy citado por las monjas. Por mucho que, en el fondo, muriera por soberbio, todos entendían su empeño en proteger las hostias consagradas de las que era portador. Además, era un niño poco mayor que ellos, lo que permitía una mayor identificación que con la Goretti.

La leyenda dice que, en la primera mitad del siglo III, durante las persecuciones del emperador Valeriano, el obispo de Roma le encargó llevar las hostias consagradas a unos cristianos encarcelados. El futuro santo se hizo sospechoso al negarse a jugar con otros niños de su edad, decisión que nuestro protagonista compartía plenamente, aunque sus motivos fueran muy diferentes de los de Tarsicio. También él, con una malformación en los pies que no le detectarían hasta veinte años después, buscaba cualquier pretexto para no participar en actividades físicas competitivas.

Tarsicio acabó muriendo por los golpes recibidos, hechos que no se recogieron por escrito hasta cien años más tarde. Nunca se encontró su tumba, presuntamente ubicada en el cementerio de san Calixto, en Roma. De la vida y hechos de Tarsicio, como es habitual en los mártires del siglo III, no existen pruebas históricas, lo que explicaría su desaparición del santoral y del calendario litúrgico, aunque no del Martirologio Romano.

María Goretti, en cambio, tenía una ventaja sobre Tarsicio: su vida estaba muy bien documentada, se habían publicado las actas judiciales del proceso a su asesino e, incluso, se conservaban fotos suyas.

A algunos alumnos de las Discípulas, procedentes de un ambiente urbano y pequeñoburgués, les atraía la leyenda de esta mártir por las referencias sexuales implícitas en su historia. Su curiosidad, más infantil que erótica, les hacía enfrascarse en largas búsquedas en el diccionario hasta encontrar alguna palabra verde, cuyo significado no siempre entendían. Eran incapaces de relacionar la definición académica de vagina como conducto muscular y membranoso de las hembras de los mamíferos que se extiende desde la vulva hasta la matriz, con cona, palabra gallega más o menos equivalente que usaban los más adelantados para designar algo que ninguno de ellos había visto pero cuya mera mención sabían que era pecado.

Arturo se sentía muy alejado de las preocupaciones de sus compañeros. Gracias a sus largos veraneos en Mugardos y a sus contactos con sus vecinos, muchos de ellos hijos de pescadores o labradores, tenía una visión también reducida de la sexualidad, pero más natural, quizás más salvaje. Hoy en día no se consideraría correcto que un niño de su edad hubiera sido testigo de la violación de una anciana demente o de episodios de zoofilia, en especial con vacas, aún sin entender el motivo de tales actos. Eran hechos brutales que en aquel ambiente rural se aceptaban con naturalidad, pero se mantenían fuera del conocimiento de los adultos.

En cuanto a las esporádicas sesiones de masturbación en grupo, envidiaba la capacidad de sus amigos de más edad para lograr una erección, de la misma manera que le habría encantado ser capaz de mover las orejas o tirarse pedos a voluntad, como hacían algunos de sus compañeros. Él seguía siendo un niño bueno.

Las cosas cambiaron cuando comenzó el bachillerato, que marcó su paso de la niñez a la adolescencia. Seguía pasando en Mugardos aquellos veranos infinitos, que duraban desde comienzos de junio hasta mediados de septiembre, pero una mayor libertad de movimientos iba acompañada de nuevas obligaciones.

Al atardecer, antes de cenar, recorría con su padre los cuatro ferrados del huerto de frutales, del que tan orgullosos se sentían. Su padre inspeccionaba los trabajos de la mañana anterior y le fijaba la tarea para el día siguiente (escardar media docena de árboles, podar varios metros del seto de aligustres que amenazaba con sepultar el jardín, quemar restos de poda…).

Luego, ya en la cama, llegaba el momento de releer los pocos libros juveniles que había en aquella casa de veraneo, como Las aventuras de un yanqui en la corte del Rey Arturo o Robinson Crusoe.

Cada mañana, una vez finalizadas las tareas agrícolas, bajaba al pueblo para juntarse con su nueva pandilla. Ya no salía con los hijos de sus vecinos más cercanos, sino con primos de su edad, que pertenecían, como él, a la categoría de veraneantes.

En las fotos de aquellos años aparece indistintamente con mono, botas de caucho y una azada o con mocasines, pantalón blanco y jersey de cuello vuelto.

Cuando hacía buen tiempo, no había mucha discusión; si acaso entre salir en bote o ir a bañarse a alguna de las dos playas del pueblo, Santa Lucía y la Bestarruza, ambas cubiertas de guijarros y aliñadas por el chapapote de la limpieza de tanques de los grandes petroleros.

Si llovía, algo muy habitual entonces, buscaban otras distracciones, tan inocuas como raspar la pintura vieja de una embarcación de recreo o intentar fabricar una maqueta de algún velero. Se acabaron las diversiones anteriores; ya no volvió a robar fruta, cazar pájaros con red o liarse a pedradas con otro grupo de chavales.

A aquella edad la relación con las chicas de su edad se reducía a insultarlas, hacerlas rabiar o, en casos extremos, tirarles piedras; el sexo todavía no había irrumpido, arrollador, en sus vidas ni en sus mentes. Para el coito usaban dos expresiones, que hoy serían igualmente incorrectas: “Fuchicar”, en gallego, cuyo significado es hacer algo sin saber bien cómo se hace, y “hacer las cochinadas” en castellano, que no necesita ninguna traducción. El sexo era algo sucio, cochino, que no se sabía hacer.

Uno de los adultos más respetado por aquellos chiquillos era el ferretero del pueblo, Agilolfo. Al margen de la broma que le gritaban cuando no tenían nada mejor que hacer, "Agilolfo, no seas golfo", antes de salir huyendo de la puerta de la ferretería, nadie más en el pueblo se llamaba así.

Agilolfo estaba mal visto entre las familias más rancias de Mugardos, con acusaciones nunca muy explícitas de una presunta pederastia. La abuela Amparo, por ejemplo, no consentía que sus nietos fueran allí a comprar nada. "Los niños no deben acercarse a ese hombre", afirmaba rotunda.

El que sí que se acercaba a los niños era Agilolfo, pero nunca, que se sepa, con fines libidinosos. En el patio trasero de la ferretería, junto a los sacos de cemento y los montones de arena, tenía un futbolín que había sobrevivido más o menos bien a las manos de docenas, quizás cientos, de niños. Agilolfo cobraba por su uso una peseta al día, bastante menos que su competidor, Pepe el Falangista, propietario de los Billares Nacionales, un gran local montado en los bajos de lo que en su día había sido la Escuela Laica.

Fuera por esa competencia o por ser hijo póstumo del último alcalde republicano del pueblo, fusilado a los pocos días de la entrada de los golpistas, las fuerzas vivas tenían muy vigilado a Agilolfo. De nada le valía asistir todos los domingos a misa, de pie al fondo de la iglesia, vestido con su mejor traje y semioculto tras una columna.

Para los niños, lo mejor de la ferretería no era el futbolín, sino la tertulia que Agilolfo montaba con los chicos mayores algunos atardeceres, cuando cerraba el negocio. Aquellas charlas tenían un toque de misterio, de prohibido. Tácitamente, todos sabían que no convenía hablar de ellas con sus padres, aunque ninguno pudiera explicar por qué.

De todo y de nada se hablaba en aquellos cónclaves semiclandestinos. De fútbol, por supuesto, pero también del nuevo maestro, de leyendas, de libros, de películas, incluso de sexo. Los que tuvieron la suerte de asistir, nunca olvidarán una frase habitual de Agilolfo, "cuando el amor es puro ¿qué importa el sexo?", con la que solía poner fin a las conversaciones más candentes. Sin llegar a entenderla por completo, intuían que en aquellas palabras se escondía algo importante y desconocido.

Años más tarde, cuando Arturo volvió al pueblo después de una larga estancia en México, se acercó a visitar a Agilolfo. La ferretería la llevaba su hija, pero las tardes buenas Agilolfo descendía con mucha dificultad de su vivienda en el primer piso y se sentaba a la sombra del toldo que protegía el escaparate.

Después de contarle sus aventuras al otro lado del Atlántico y darle noticias de un amigo de Agilolfo allí exiliado, se atrevió a preguntarle por el origen de su nombre.

—El cabrón de don Braulio —le contestó al cabo de unos segundos—. Tú no lo conociste, pero era peor que don Jesús. Cuando nací, mi madre, viuda de un recién fusilado, no tuvo más remedio que llevarme a bautizar. Ella quería ponerme Antonio, como mi padre, pero el párroco no se lo consintió; el niño no podía llevar el nombre de un rojo. Don Braulio eligió mi nombre del santoral del día, 31 de marzo. Podía haber escogido Benjamín o Renato, pero no; buscó el más raro que encontró, para castigar al padre a través del hijo.

—De mayor pude haberlo cambiado —prosiguió, con una chispa de sonrisa en los ojos— pero decidí no hacerlo, para acordarme de aquel cabrón cada vez que escuchara mi nombre. Y no me arrepiento.

Fue la última vez que habló con él; pocos días después falleció mientras dormía y a su sepelio asistieron cientos de personas, entre ellas muchos compañeros de la antigua tertulia.

Cuando la expulsión de san Arturo del martirologio llevó a nuestro protagonista a interesarse por el santoral, pensó que un buen homenaje a don Agilolfo sería averiguar la historia de su santo. Entonces descubrió algo más que le unía al ferretero: san Agilolfo era otro de los cientos o miles de santos excluidos del Martirologio Romano como consecuencia de las investigaciones de los bolandistas.

Según los estudios más recientes, este obispo de Colonia muerto en el año 750 fue retirado del santoral para evitar confusiones con un abad del monasterio de Malmedy, del mismo nombre, asesinado en el 716. Si, por el contrario, le damos crédito al Liber Sanctorum de los monjes benedictinos de la abadía de Ramsgate, Agilolfo de Colonia y Agilolfo de Malmedy son la misma persona. Tampoco es segura la fecha de su muerte, que los monjes sitúan en el año 750 o en el 751, según la página de dicho libro que se consulte.

Para los chavales de su generación, que sabían a ciencia cierta que don Agilolfo no era un pederasta, y exista o no uno o varios santos con ese nombre, solo había un Agilolfo digno de respeto: el ferretero del pueblo.

El cariño que muchos sentían por Agilolfo pasó a ser admiración pocos meses después de su fallecimiento. La hija del ferretero había decidido levantar la losa de hormigón sobre la que se asentaba el futbolín, ya muy deteriorado, para instalar allí un depósito de propano. Cuando trataban de romper el pavimento con un martillo neumático, uno de los operarios dio la voz de alarma: sonaba a hueco. Siguieron excavando, ahora con más cuidado, hasta dejar al descubierto una oquedad de poco más de un metro cúbico, en donde se encontraron, según el atestado de la Guardia Civil, numerosas armas de fuego cortas y largas y varias cajas de munición, cuyo inventario se adjunta. Por el estado de conservación del material, bastante bueno, y las características de las armas descubiertas, podía haber sido el arsenal de reserva de Foucellas, uno de los últimos guerrilleros antifranquistas, capturado a unos cincuenta kilómetros de Mugardos y ejecutado a garrote vil en 1952.

¿Conocía Agilolfo la existencia de aquellas armas? Nunca se sabrá, ya que todos los que hubieran intervenido en el traslado de las armas y la construcción del zulo habían muerto hacía muchos años.


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Notas y santoral

Bibliografía y Tibi gratias ago

Los santos de mi vida - 5 - SAN ANDRÉS DE TEIXIDO Y OTROS SANTOS NAVEGANTES

Acababa de terminar segundo de bachillerato cuando sus padres lo enviaron a pasar un par de semanas en un campamento de las Juventudes de Acción Católica.

No le hizo mucha gracia aquella iniciativa; le molestaba sobre todo convivir con otros treinta o cuarenta chavales (no niños, no jóvenes) de su edad, lejos del entorno protector de su familia y de su pandilla mugardesa. Años después se dio cuenta de que, probablemente, fue aquella combinación de factores lo que indujo a sus padres a enviarlo a una granja en las afueras de Cedeira, una villa de pescadores y percebeiros a treinta y cinco kilómetros de Ferrol.

Las instalaciones eran, por decirlo de una manera suave, espartanas. Nada más llegar tuvieron que excavar unas letrinas tras un seto de aligustres; el mal olor que salía de las mismas, la postura incómoda y la falta de intimidad le causaron un estreñimiento duradero.Tampoco había duchas, pero eso no constituía ningún inconveniente en una época en que se consideraba normal ducharse y mudarse una vez a la semana; además, siempre podían aprovechar los baños en la playa o en el cercano río Condomiñas para quitarse la mugre.

Contra lo que pueda suponerse, el programa de actividades no era demasiado religioso. Es verdad que el día comenzaba con una misa al aire libre antes del desayuno, pero la mayor parte del tiempo lo dedicaban a diversos aprendizajes más profanos, como hacer nudos o practicar vendajes. Lo mejor eran las excursiones.

Quizás la caminata que más le impresionó fue la realizada hasta San Andrés de Teixido, en un largo y bastante duro recorrido a través de la sierra de Capelada, con casi cuatrocientos metros de desnivel. A su edad, el cansancio quedaba olvidado ante la aventura de andar durante horas por el monte, de hacer lo mismo que los mayores. Conoció el vértigo al llegar al Milladoiro do Chao do Monte, desde el cual se contemplaba el mar casi en vertical y, colgada allá abajo a mitad del acantilado, la aldea de San Andrés.

Entonces no había carretera y los catorce kilómetros finales del acceso a la capilla transcurrían por pistas y senderos flanqueados por más de veinte humilladeros, lo que proporcionaba mucho más mérito a quien completara la peregrinación. Tampoco era gran cosa lo que se podía hacer al llegar a la aldea: visitar la capilla del santo y comprar —los pocos que tenían dinero— los amuletos de pan ácimo teñido de colores (la barca, el sol, la escalera, la man furada) en algún tenderete improvisado.

Quizás fue el buen recuerdo que siempre ha conservado de aquella excursión y de un peregrinaje posterior, lo que años más tarde lo empujó a buscar información sobre la vida de aquel santo remoto.

Uno de los aspectos que más le gustaron de la investigación sobre San Andrés Apóstol fue que en la Iglesia Ortodoxa lo conocieran como Protokletos (el primer llamado) por creerse que fue el primero en seguir la llamada de Jesucristo. A menudo había pensado que era muy fácil sumarse a una organización consolidada, fuera un partido político, una oenegé, un equipo de fútbol o una cofradía, pero siempre se había preguntado quiénes serían los primeros en apuntarse, qué los movería a sumarse a un grupúsculo desconocido y minoritario, a una organización de poco probable supervivencia.

San Andrés es uno de esos santos, como san Jorge, de existencia probada y dudosa historia. Para empezar, no se encuentra a nadie que se llame así en escritos en hebreo o arameo anteriores al siglo II. No era, pues, un nombre común en Judea ni Samaria; el patronímico solo se hizo popular entre judíos, cristianos y pueblos helenizados de la provincia de Judea a partir de la extensión del cristianismo. Era, con casi total seguridad, un forastero procedente de alguna colonia griega.

Después de la muerte de Cristo, los textos primitivos lo ubican como predicador en Escitia, aunque él, fiel a su tradición marinera, se ciñó al extremo más occidental de dicha región, en la orilla norte del Mar Negro, de donde posiblemente procedía. A bordo de una barca remontó el Volga hasta Véliky Novgórod, en cuyo kremlin se conserva una preciosa iglesia dedicada a su culto. Otras fuentes menos fiables, como los Hechos de Andrés y Mateo en la ciudad de los antropófagos, alcanzaron gran difusión al ser traducidas al griego, al latín, al copto, al siríaco y al etíope.

Ciñéndonos a textos más creíbles, parece que la intensa actividad proselitista de Andrés el Apóstol entró en conflicto con las autoridades romanas, que lo mandaron crucificar en la ciudad griega de Patras, donde se encuentran tanto la iglesia vieja de san Andrés como una moderna catedral a él dedicada y que acoge parte de sus restos. Otras piezas de su esqueleto fueron trasladadas a Amalfi durante la Cuarta Cruzada, en el contexto del intenso tráfico de reliquias tan rentable en aquella época.

Aunque no hay ninguna constancia histórica de que viajara al occidente europeo, no resulta demasiado extraño que este santo, asociado siempre a la navegación y declarado en 2013 patrón de la acuicultura española, apareciera frente a las costas gallegas a bordo de una barca de piedra naufragada junto a los acantilados de Herbeira, que se cuentan entre los más altos de Europa.

Solo una leyenda puede explicar cómo aquel lugar, tan alejado de las rutas comerciales, ha llegado a convertirse en un destino de peregrinaciones de cierta importancia.

A poco de que la aldea pasase a manos de la Orden de Malta en 1296, se extendió un rumor interesado: se decía que san Andrés, quien al parecer estaba enterrado en la capilla del pueblo, se había quejado a Dios de que a él nadie lo visitaba, mientras que la no muy lejana tumba del apóstol Santiago (en la que otras teorías sitúan los restos de Prisciliano de Ávila, el primer ejecutado por el cristianismo hispano por razones doctrinales) rebosaba de peregrinos. Para mitigar la envidia de san Andrés, Dios decretó que a su tumba en Teixido vai de morto o que non foi de vivo.

No fue mala la idea desde el punto de vista de los resultados, ya que el flujo de peregrinos a Teixido, sin alcanzar las cifras excesivas de Compostela, creció con rapidez y se mantiene hasta la actualidad. Una cosa, sin embargo, falló en esta campaña: la difusión. La orden divina, muy conocida en toda Galicia, parece no haber ejercido gran influencia en el resto de la cristiandad. Mucha gente supone que la obligación solo afecta a los creyentes gallegos, que acuden en vida para evitarse un viaje tan penoso una vez muertos, mientras que los visitantes procedentes de otras regiones viajan a la aldea por motivos más turísticos.

El problema de no cumplir el peregrinaje en vida no es solo la obligación de realizarlo después de muerto, sino la forma de hacerlo. Si nadie de la familia se ocupa de llevar en espíritu a la persona que ha tenido la desgracia de morir antes de cumplir el voto, el difunto tendrá que apañarse con sus propios medios, lo que en la práctica significa realizar el viaje bajo la forma de un reptil o un anfibio, en un recorrido muy lento y peligroso. Quizás por eso, ningún gallego molestará a uno de estos animales que se mueva en dirección a Teixido. Podría tratarse de un ánima en pena; el castigo por dificultarle su viaje no se explicita, pero se supone que es terrible.

Por lo tanto, es mucho más cómodo para el difunto realizar el viaje acompañado por familiares. Dos veces ha asistido nuestro protagonista al rito de partida y en alguna ocasión se ha encontrado con una de esas comitivas por los caminos rurales.

Habitualmente, el ritual se desarrolla pocos días después de la muerte, para evitar que un difunto demasiado impaciente emprenda camino por su cuenta. Los familiares más cercanos se dirigen a la tumba portando un cirio de la misma altura que el finado. Una vez en el cementerio y tras rezar un padrenuestro y cuatro avemarías, se llama al alma del difunto tres veces por su nombre, conminándolo a levantarse y a acompañar a sus parientes. Es importante, si el difunto tiene un mote, utilizarlo también en la llamada para evitar confusiones.

Si el trayecto se realiza en coche o autobús, basta con dejarle un asiento libre al ánima, pero cuando el recorrido se hace andando, la logística es mucho más complicada. No solo hay que reservarle al difunto un asiento y un servicio completo cada vez que se come o se duerme bajo un árbol o en algún establecimiento al borde del camino, sino que es fundamental avisarle cuando el grupo se detiene a descansar o arranca de nuevo. Si se obvia esta precaución, el difunto puede seguir andando por su cuenta o quedarse sentado al borde del camino, con unas consecuencias imprevisibles.

Estas peregrinaciones fúnebres no suelen estar bien vistas por la jerarquía católica, que recela de toda actividad religiosa realizada sin la dirección de un clérigo. En este caso, como en los ritos rocieros y otros desplazamientos rituales, a la presunta herejía se suma el riesgo de que un grupo de personas de distintos sexos convivan varios días fuera del control de vecinos y párrocos.

Sin llegar al desenfreno de una esfolla, donde mozos y mozas se reúnen en un alpendre para deshojar las espigas de maíz y compartir en los rincones peor iluminados algo más que el trabajo y la música, estas “peregrinaciones con ánima” tenían siempre un punto erótico. Años después del campamento de Cedeira, en su primera participación en un acompañamiento de un difunto, Arturo comprendió las advertencias de don Jesús: “¡Las primas, ay las primas! Hay que tener mucho cuidado con ellas”. Ya en la primera noche del viaje recibió en su habitación la visita de una de sus primas segundas, algo mayor que él, inútil e incansablemente empeñada en recibir sus primicias. Desconocedor de los detalles de la mecánica sexual, le sorprendieron las intensas manipulaciones de su prima, realizadas con más empeño que pericia. Hasta que ella se hartó y abandonó la habitación dando un portazo, el permaneció inmóvil sobre la cama, las manos detrás de la cabeza y la mirada fija en el cuerpo de su prima, quizás paralizado por la sorpresa y muy atento a los detalles que hasta entonces solo había imaginado.

Cuando ella se marchó, volvió a dormirse. No interpretó aquello como un fracaso, sino que se quedó con las sensaciones muy placenteras provocadas por los intentos de su prima.

A su regreso a Mugardos, incapaz de confesarle al párroco los pecados contra el sexto y noveno mandamientos cometidos esa noche y las posteriores, vivió en pecado mortal durante varias semanas. Un viaje a Ferrol le permitió liberarse de la culpa con un cura anciano y casi ciego, que le impuso una fuerte penitencia y le prohibió tener nuevas relaciones con aquella prima. Cumplió al pie de la letra lo prometido, no por decisión propia sino por falta de ocasión. Al poco tiempo de volver a Mugardos, su tío fue destinado a Pontevedra, a donde se trasladó con toda su familia retirando así el combustible que amenazaba con quemar a la pareja en las llamas eternas del infierno.

No fue el del sexo su único descubrimiento de aquel año. Aprovechando un viaje de sus padres a Valencia, pasó horas explorando meticulosamente el despacho de su padre. Colgada detrás de una foto de su abuelo José con uniforme de capitán de máquinas encontró una llave, con la

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que pronto abrió uno de los cajones de la mesa. Allí, escondida bajo unos papeles, descubrió su nuevo tesoro: una pistolita Astra de pequeño calibre y una caja de munición. Desde ese momento, siempre que tenía ocasión buscaba la pistola, que pronto aprendió a cargar, montar y desmontar, pero nunca llegó a disparar. Aquella fascinación por las armas de fuego le acompañaría toda su vida.

En otro de sus viajes a Teixido, que hizo a finales de los años sesenta en el coche de los únicos parientes cercanos que disponían de un vehículo privado, pudo comprobar la credulidad de los peregrinos. Al cruzar un puente, vio a un grupo de personas vestidas de negro, con aspecto claramente rural, que descansaban a la sombra de un roble a la orilla del camino. En el centro del grupo se erguía un gran cirio encendido.

Pocos kilómetros más adelante, sus tíos pararon en un mesón muy conocido por la calidad de su tortilla de patatas. De nuevo en el coche, pronto dieron alcance al grupo de peregrinos. El tío Domingo, que conducía bajo los efectos de un par de copas de coñac, no lo dudó: detuvo el coche junto a ellos y les preguntó si iban acompañando a un difunto. Cuando se lo confirmaron, les advirtió que su pariente se había quedado bajo el roble, al no haberse percatado de la marcha del resto del grupo.

Los caminantes, tras agradecerle la advertencia, dieron media vuelta y retrocedieron seis o siete kilómetros hasta el punto donde habían olvidado al difunto.

Hoy en día, el evento está bastante masificado. Hay una carretera asfaltada que baja zigzagueante por el monte hasta llegar al pueblo, un amplio aparcamiento de pago y unas treinta casetas donde, bajo unos altavoces que emiten una incesante música folclórica, se puede comprar todo tipo de mercancías más o menos relacionadas con el santo: amuletos made in China, miel, estampas religiosas, varios tipos de aguardiente, botellitas con agua de la fuente ubicada junto a la capilla y hasta pisapapeles de metacrilato que contienen en su interior un ramito de herba de namorar, al parecer infalible para conseguir el amor de otra persona. Para ello, basta con introducirle unas hojas en el bolsillo sin que el destinatario lo advierta, aunque las vendedoras no especifican si la hierba funciona con todo tipo de amores o, siguiendo la tradición católica, está reservada a las parejas heterosexuales.

Es muy probable que la leyenda de la llegada de san Andrés a esta aldea remota, sin ninguna conexión demostrable con la historia oficial del santo, derive de la tradición de los santos navegantes celtas, como san Columba o Columbano, pero en especial de san Brandán. Este monje, irlandés como san Arturo, en su labor evangelizadora navegó por el Atlántico Norte en torno al siglo VI. Sus viajes, relatados en la Navigatio Sancti Brendani, se hicieron muy populares en su versión oral, por mucho que después en sus Actas los bolandistas los clasificaran como apocripha deliramenta.

Es lógica la mala fama de dicho libro, si tenemos en cuenta que la Navigatio narra la estancia de san Brandán y sus catorce compañeros en una serie de lugares en los que se mezcla lo verosímil con la pura fantasía. Así, en su barca de cuero visitaron la isla de las ovejas, quizás alguna de las Feroe; la isla del castillo deshabitado, cuyo único inquilino era un diablo etíope; la isla pez, en donde celebraron misa y encendieron una hoguera hasta darse cuenta de que se trataba del lomo de un pez gigantesco; la isla de las aves, habitada por pájaros que rezaron con los monjes y que, en realidad, eran ángeles que no quisieron tomar partido en la lucha entre san Miguel y Lucifer; el Paso del Infierno, donde los demonios lanzaron bolas de fuego sobre su bote; la isla de la Tierra Prometida y hasta la isla del Paraíso, antes de desembarcar en la isla de Brandán, donde fundaron un nuevo monasterio.

A lo largo de los siglos se han organizado numerosas expediciones en busca de esta isla Brandán o Borondón, pero ninguna ha logrado dar con ella. Algunos mapas la sitúan al oeste de las islas Canarias, pero no se conoce su ubicación exacta por la habilidad que posee de ocultarse entre la niebla, que le ha valido los apelativos de «la Inaccesible», «la Non Trubada», «la Encubierta», «la Perdida» o «la Encantada». No debe sorprender esta circunstancia; según Gonzalo Torrente Ballester, la ciudad de Castroforte del Baralla es capaz de levitar hasta ocultarse entre las nubes cuando sus habitantes se sienten amenazados. Pese a no haber sido hallada nunca, legalmente la isla pertenece a España. En un exceso de precaución jurídica, en el Tratado de Alcáçovas de 1479, por el que España y Portugal se repartieron el Atlántico, aparece citada como “San Borondón (aún por ganar)” y se acuerda que forma parte de las Islas Canarias, asignadas a España. Somos así, quizás, el único país europeo que posee una isla imaginaria.


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Los santos desaparecidos

San Arturo de Irlanda

San Baltasar

Santa María Goretti, san Tarsicio y san Agilolfo

San Andrés de Teixido y otros santos navegantes

Genarín de León

La santa Muerte

Los niños santos

Fermín Salvochea

San Simón el estilita y otros santos locos de Oriente

El divino prepucio

Los gusanos sagrados

San Cucufato

El imam Reza

El gauchito Gil

Xangô y sus otros orixás

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