Sus recuerdos escolares incluyen algunas imágenes que, más de sesenta años después, le siguen emocionando. Una foto de grupo en una escalinata: dos profesores, don Antonio y don Saturnino, sus ochenta alumnos y él, el niño bueno, al lado de los maestros. Las largas caminatas hasta el colegio, esquivando charcos y procurando no pisar las rayas entre las grandes losas de granito, por una ciudad con más tranvías que coches y sin padres que acompañaran a los niños a clase. Una función de navidad disfrazado de leñador, con pantalones de raso, boina negra y un hacha de madera. Una gabardina azul marino, con capucha, que podía transformarse en alfombra mágica, en ropa invisible o en la capa del Guerrero del Antifaz. Un guardia urbano, dirigiendo el tráfico con salacot blanco, rodeado por los aguinaldos de navidad (botellas, cajas de turrón, incluso un pavo vivo). Una medalla de buena conducta, con cinta azul en mayo y roja en junio, requisito imprescindible para que lo llevaran al circo.
Para las monjitas del colegio de Las Discípulas, donde estudió la primera parte de la enseñanza primaria, María Teresa Goretti era, junto con Tarsicio, un ejemplo de vida cristiana que sacaban a relucir con mucha frecuencia.
El colegio, instalado en un precioso palacete modernista, era el menos retrógrado dentro de la enseñanza privada de Ferrol, al menos para niños de entre cinco y ocho años.
Tomemos esta afirmación con la distancia que marca el tiempo transcurrido. Cada mañana, antes de entrar a las aulas, los alumnos formaban en el patio y cantaban el Cara al Sol, Montañas Nevadas o el Oriamendi antes de proferir los llamados gritos de rigor. Para los niños, aquellas canciones y aquellos gritos no tenían ninguna connotación política; las consideraban una forma como cualquier otra de comenzar las clases.
Por supuesto, había alumnos de pago y becados, quienes no usaban un uniforme diferente ni se sentaban al fondo de la clase o entraban por otra puerta, algo habitual en varios colegios religiosos de la ciudad.
Sí se mantenían los castigos corporales, aunque no con la crueldad y la saña que contaban sus amigos de otros colegios privados. Hasta donde él recuerda, el peor castigo físico era permanecer de rodillas sobre el suelo de madera en el mirador que ocupaba la esquina de la clase. Era una pena leve; ni brazos en cruz ni apoyado sobre garbanzos. La parte buena del castigo (todos la tienen) era la visión privilegiada sobre el Parque Municipal y sus pavos reales.
Fue este, quizás, su primer desencuentro con una determinada manera de entender la religión, su primer conflicto con una autoridad que no aceptaba.
Uno de los castigos le dolió especialmente, por lo injusto. Su delito: haber faltado a clase la tarde anterior, martes de Carnaval, para acudir al baile infantil de disfraces del Casino Ferrolano. Si sus padres lo animaban a vestirse de guardia municipal y las monjitas lo castigaban por el mismo motivo, ¿a quién debía hacer caso? ¿eran sus padres unos pecadores que arrastrarían al infierno a toda la familia?
En ese ambiente ultraconservador se producían frecuentes alusiones a María Goretti, cuyos méritos la mayoría de los niños no alcanzaba a comprender. Aquello de que murió a manos de su vecino Alessandro por defender su pureza no lo entendían; las explicaciones de las monjas sobre la pureza y cómo se defendía los dejaban todavía más confusos. Era un terreno pantanoso en donde se mostraban bastante incómodas.
Esta difícil relación de las monjas con el sexo tuvo bastante importancia, más de la que pueda suponerse, en la formación de la identidad sexual de Arturo, quizás no muy atormentada pero siempre compleja.
Más familiar les resultaba Tarsicio, patrón de los monaguillos, otro santo muy citado por las monjas. Por mucho que, en el fondo, muriera por soberbio, todos entendían su empeño en proteger las hostias consagradas de las que era portador. Además, era un niño poco mayor que ellos, lo que permitía una mayor identificación que con la Goretti.
La leyenda dice que, en la primera mitad del siglo III, durante las persecuciones del emperador Valeriano, el obispo de Roma le encargó llevar las hostias consagradas a unos cristianos encarcelados. El futuro santo se hizo sospechoso al negarse a jugar con otros niños de su edad, decisión que nuestro protagonista compartía plenamente, aunque sus motivos fueran muy diferentes de los de Tarsicio. También él, con una malformación en los pies que no le detectarían hasta veinte años después, buscaba cualquier pretexto para no participar en actividades físicas competitivas.
Tarsicio acabó muriendo por los golpes recibidos, hechos que no se recogieron por escrito hasta cien años más tarde. Nunca se encontró su tumba, presuntamente ubicada en el cementerio de san Calixto, en Roma. De la vida y hechos de Tarsicio, como es habitual en los mártires del siglo III, no existen pruebas históricas, lo que explicaría su desaparición del santoral y del calendario litúrgico, aunque no del Martirologio Romano.
María Goretti, en cambio, tenía una ventaja sobre Tarsicio: su vida estaba muy bien documentada, se habían publicado las actas judiciales del proceso a su asesino e, incluso, se conservaban fotos suyas.
A algunos alumnos de las Discípulas, procedentes de un ambiente urbano y pequeñoburgués, les atraía la leyenda de esta mártir por las referencias sexuales implícitas en su historia. Su curiosidad, más infantil que erótica, les hacía enfrascarse en largas búsquedas en el diccionario hasta encontrar alguna palabra verde, cuyo significado no siempre entendían. Eran incapaces de relacionar la definición académica de vagina como conducto muscular y membranoso de las hembras de los mamíferos que se extiende desde la vulva hasta la matriz, con cona, palabra gallega más o menos equivalente que usaban los más adelantados para designar algo que ninguno de ellos había visto pero cuya mera mención sabían que era pecado.
Arturo se sentía muy alejado de las preocupaciones de sus compañeros. Gracias a sus largos veraneos en Mugardos y a sus contactos con sus vecinos, muchos de ellos hijos de pescadores o labradores, tenía una visión también reducida de la sexualidad, pero más natural, quizás más salvaje. Hoy en día no se consideraría correcto que un niño de su edad hubiera sido testigo de la violación de una anciana demente o de episodios de zoofilia, en especial con vacas, aún sin entender el motivo de tales actos. Eran hechos brutales que en aquel ambiente rural se aceptaban con naturalidad, pero se mantenían fuera del conocimiento de los adultos.
En cuanto a las esporádicas sesiones de masturbación en grupo, envidiaba la capacidad de sus amigos de más edad para lograr una erección, de la misma manera que le habría encantado ser capaz de mover las orejas o tirarse pedos a voluntad, como hacían algunos de sus compañeros. Él seguía siendo un niño bueno.
Las cosas cambiaron cuando comenzó el bachillerato, que marcó su paso de la niñez a la adolescencia. Seguía pasando en Mugardos aquellos veranos infinitos, que duraban desde comienzos de junio hasta mediados de septiembre, pero una mayor libertad de movimientos iba acompañada de nuevas obligaciones.
Al atardecer, antes de cenar, recorría con su padre los cuatro ferrados del huerto de frutales, del que tan orgullosos se sentían. Su padre inspeccionaba los trabajos de la mañana anterior y le fijaba la tarea para el día siguiente (escardar media docena de árboles, podar varios metros del seto de aligustres que amenazaba con sepultar el jardín, quemar restos de poda…).
Luego, ya en la cama, llegaba el momento de releer los pocos libros juveniles que había en aquella casa de veraneo, como Las aventuras de un yanqui en la corte del Rey Arturo o Robinson Crusoe.
Cada mañana, una vez finalizadas las tareas agrícolas, bajaba al pueblo para juntarse con su nueva pandilla. Ya no salía con los hijos de sus vecinos más cercanos, sino con primos de su edad, que pertenecían, como él, a la categoría de veraneantes.
En las fotos de aquellos años aparece indistintamente con mono, botas de caucho y una azada o con mocasines, pantalón blanco y jersey de cuello vuelto.
Cuando hacía buen tiempo, no había mucha discusión; si acaso entre salir en bote o ir a bañarse a alguna de las dos playas del pueblo, Santa Lucía y la Bestarruza, ambas cubiertas de guijarros y aliñadas por el chapapote de la limpieza de tanques de los grandes petroleros.
Si llovía, algo muy habitual entonces, buscaban otras distracciones, tan inocuas como raspar la pintura vieja de una embarcación de recreo o intentar fabricar una maqueta de algún velero. Se acabaron las diversiones anteriores; ya no volvió a robar fruta, cazar pájaros con red o liarse a pedradas con otro grupo de chavales.
A aquella edad la relación con las chicas de su edad se reducía a insultarlas, hacerlas rabiar o, en casos extremos, tirarles piedras; el sexo todavía no había irrumpido, arrollador, en sus vidas ni en sus mentes. Para el coito usaban dos expresiones, que hoy serían igualmente incorrectas: “Fuchicar”, en gallego, cuyo significado es hacer algo sin saber bien cómo se hace, y “hacer las cochinadas” en castellano, que no necesita ninguna traducción. El sexo era algo sucio, cochino, que no se sabía hacer.
Uno de los adultos más respetado por aquellos chiquillos era el ferretero del pueblo, Agilolfo. Al margen de la broma que le gritaban cuando no tenían nada mejor que hacer, "Agilolfo, no seas golfo", antes de salir huyendo de la puerta de la ferretería, nadie más en el pueblo se llamaba así.
Agilolfo estaba mal visto entre las familias más rancias de Mugardos, con acusaciones nunca muy explícitas de una presunta pederastia. La abuela Amparo, por ejemplo, no consentía que sus nietos fueran allí a comprar nada. "Los niños no deben acercarse a ese hombre", afirmaba rotunda.
El que sí que se acercaba a los niños era Agilolfo, pero nunca, que se sepa, con fines libidinosos. En el patio trasero de la ferretería, junto a los sacos de cemento y los montones de arena, tenía un futbolín que había sobrevivido más o menos bien a las manos de docenas, quizás cientos, de niños. Agilolfo cobraba por su uso una peseta al día, bastante menos que su competidor, Pepe el Falangista, propietario de los Billares Nacionales, un gran local montado en los bajos de lo que en su día había sido la Escuela Laica.
Fuera por esa competencia o por ser hijo póstumo del último alcalde republicano del pueblo, fusilado a los pocos días de la entrada de los golpistas, las fuerzas vivas tenían muy vigilado a Agilolfo. De nada le valía asistir todos los domingos a misa, de pie al fondo de la iglesia, vestido con su mejor traje y semioculto tras una columna.
Para los niños, lo mejor de la ferretería no era el futbolín, sino la tertulia que Agilolfo montaba con los chicos mayores algunos atardeceres, cuando cerraba el negocio. Aquellas charlas tenían un toque de misterio, de prohibido. Tácitamente, todos sabían que no convenía hablar de ellas con sus padres, aunque ninguno pudiera explicar por qué.
De todo y de nada se hablaba en aquellos cónclaves semiclandestinos. De fútbol, por supuesto, pero también del nuevo maestro, de leyendas, de libros, de películas, incluso de sexo. Los que tuvieron la suerte de asistir, nunca olvidarán una frase habitual de Agilolfo, "cuando el amor es puro ¿qué importa el sexo?", con la que solía poner fin a las conversaciones más candentes. Sin llegar a entenderla por completo, intuían que en aquellas palabras se escondía algo importante y desconocido.
Años más tarde, cuando Arturo volvió al pueblo después de una larga estancia en México, se acercó a visitar a Agilolfo. La ferretería la llevaba su hija, pero las tardes buenas Agilolfo descendía con mucha dificultad de su vivienda en el primer piso y se sentaba a la sombra del toldo que protegía el escaparate.
Después de contarle sus aventuras al otro lado del Atlántico y darle noticias de un amigo de Agilolfo allí exiliado, se atrevió a preguntarle por el origen de su nombre.
—El cabrón de don Braulio —le contestó al cabo de unos segundos—. Tú no lo conociste, pero era peor que don Jesús. Cuando nací, mi madre, viuda de un recién fusilado, no tuvo más remedio que llevarme a bautizar. Ella quería ponerme Antonio, como mi padre, pero el párroco no se lo consintió; el niño no podía llevar el nombre de un rojo. Don Braulio eligió mi nombre del santoral del día, 31 de marzo. Podía haber escogido Benjamín o Renato, pero no; buscó el más raro que encontró, para castigar al padre a través del hijo.
—De mayor pude haberlo cambiado —prosiguió, con una chispa de sonrisa en los ojos— pero decidí no hacerlo, para acordarme de aquel cabrón cada vez que escuchara mi nombre. Y no me arrepiento.
Fue la última vez que habló con él; pocos días después falleció mientras dormía y a su sepelio asistieron cientos de personas, entre ellas muchos compañeros de la antigua tertulia.
Cuando la expulsión de san Arturo del martirologio llevó a nuestro protagonista a interesarse por el santoral, pensó que un buen homenaje a don Agilolfo sería averiguar la historia de su santo. Entonces descubrió algo más que le unía al ferretero: san Agilolfo era otro de los cientos o miles de santos excluidos del Martirologio Romano como consecuencia de las investigaciones de los bolandistas.
Según los estudios más recientes, este obispo de Colonia muerto en el año 750 fue retirado del santoral para evitar confusiones con un abad del monasterio de Malmedy, del mismo nombre, asesinado en el 716. Si, por el contrario, le damos crédito al Liber Sanctorum de los monjes benedictinos de la abadía de Ramsgate, Agilolfo de Colonia y Agilolfo de Malmedy son la misma persona. Tampoco es segura la fecha de su muerte, que los monjes sitúan en el año 750 o en el 751, según la página de dicho libro que se consulte.
Para los chavales de su generación, que sabían a ciencia cierta que don Agilolfo no era un pederasta, y exista o no uno o varios santos con ese nombre, solo había un Agilolfo digno de respeto: el ferretero del pueblo.
El cariño que muchos sentían por Agilolfo pasó a ser admiración pocos meses después de su fallecimiento. La hija del ferretero había decidido levantar la losa de hormigón sobre la que se asentaba el futbolín, ya muy deteriorado, para instalar allí un depósito de propano. Cuando trataban de romper el pavimento con un martillo neumático, uno de los operarios dio la voz de alarma: sonaba a hueco. Siguieron excavando, ahora con más cuidado, hasta dejar al descubierto una oquedad de poco más de un metro cúbico, en donde se encontraron, según el atestado de la Guardia Civil, numerosas armas de fuego cortas y largas y varias cajas de munición, cuyo inventario se adjunta. Por el estado de conservación del material, bastante bueno, y las características de las armas descubiertas, podía haber sido el arsenal de reserva de Foucellas, uno de los últimos guerrilleros antifranquistas, capturado a unos cincuenta kilómetros de Mugardos y ejecutado a garrote vil en 1952.
¿Conocía Agilolfo la existencia de aquellas armas? Nunca se sabrá, ya que todos los que hubieran intervenido en el traslado de las armas y la construcción del zulo habían muerto hacía muchos años.
SI QUIERES LEER OTROS CAPÍTULOS DE ESTE LIBRO, PINCHA EN EL ENLACE CORRESPONDIENTE:
Santa María Goretti, san Tarsicio y san Agilolfo
San Andrés de Teixido y otros santos navegantes
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