La primera vez que visitó Marruecos fue en 1975, meses antes de la muerte de Franco, con el objetivo de conocer las míticas plantaciones de cánnabis de las montañas de Ketama. Viajó con una amiga vegetariana, que pocos meses después le rompería el corazón en Londres, y con un amigo común. Fumó todo el kif que quiso, presenció la detención de dos españolas todavía más ingenuas que él y la connivencia entre policías y pequeños traficantes, y sufrió un intento de secuestro en una carretera solitaria. Salió de allí escaldado, como tantos jóvenes de su generación, y tardó casi cinco años en volver.
En aquel viaje comenzó su alejamiento de Kerouac y Ginsberg, sustituidos por escritores con un compromiso más convencional, como Regis Debray o Frantz Fannon, que en su mente se mezclaban con los teóricos del nacionalismo gallego en un potaje de muy difícil digestión. A otros conocidos suyos les fue mucho peor, como a Moncho Reboiras, que se lanzó a la lucha armada contra el régimen franquista, sin un auténtico respaldo popular, y murió en el mismo Ferrol por disparos de la policía.
En enero de 1984 su empresa lo envió a Casablanca, para intentar solucionar unos pequeños problemas surgidos con los motores de la corbeta Lieutenant-Colonel Errahmani, construidos en la fábrica de Cartagena donde él trabajaba.
Después de su experiencia en Ketama había hecho alguna excursión a Tánger, pero este era su primer viaje a Marruecos por motivos laborales. Y fue allí, en un país musulmán, donde encontró una noticia que lo puso tras la pista de uno de los grandes misterios del cristianismo: el paradero del santo prepucio.
Le extrañó que en el control de entrada del aeropuerto de Casablanca le confiscaran un ejemplar de El País. Al principio supuso que era una triquiñuela de los funcionarios marroquís para ganarse un pequeño soborno a cambio de devolverle el periódico, pero la cara de los policías, mucho más adusta de lo habitual, y el interrogatorio al que lo sometieron sobre los motivos de su viaje, le hicieron pensar que allí había algo más.
Su mosqueo siguió creciendo hasta que, después de enseñarles la reserva de hotel, el billete de vuelta y —sobre todo— los documentos que acreditaban que viajaba a petición de la Armada Real de Marruecos, accedieron a dejarle entrar en el país.
Esa misma tarde, durante un fallido intento de encontrar un restaurante para cenar, paseó por unas calles casi desiertas, patrulladas por camiones repletos de soldados. Lo malo no era no entender lo que decían por los megáfonos, sino aquellos soldados, morenos, mal afeitados, algunos con mantas al hombro y muchos con viejos fúsiles tipo máuser, que le trajeron a la cabeza otras imágenes que nunca había esperado ver en directo: las de los moros recorriendo las calles de Sevilla en julio de 1936 bajo las órdenes del general Queipo de Llano. Rápidamente se convenció de que lo mejor era hacer caso de los consejos que había recibido y quedarse en su habitación.
Al día siguiente, un español huésped de su hotel le aclaró por fin lo que estaba sucediendo: había tenido la mala suerte de aterrizar en plenas revueltas del pan, uno de los pocos estallidos populares en un país controlado con mano de plomo por el rey Hassan II y su gobierno. Lo más sensato era esperar sin salir del hotel a que se aplacaran los ánimos de policías y manifestantes antes de intentar realizar su trabajo en la base naval. La situación era preocupante y esa misma mañana, en el interior de la base, pudo ver cómo un batallón de Fusileros Marinos se preparaba para salir a la calle a reprimir las protestas contra la carestía de la vida. Los mismos militares marroquíes le aconsejaron que no volviera al arsenal al día siguiente e insistieron en que no saliera del hotel hasta nuevo aviso.
Esa noche descansó muy poco. En su duermevela recordaba lo que de niño había escuchado contar a su abuela y otros familiares sobre la muerte del abuelo José, fallecido durante los primeros días del golpe militar de 1936, en el curso de los combates por el control del Arsenal Militar de Ferrol y de los buques de guerra allí fondeados.
Durante aquella semana que permaneció confinado su principal problema fue el aburrimiento. Había llevado un solo libro, El mundo es ancho y ajeno, de Ciro Alegría, recomendado por Mariano, su librero habitual. Pensaba que su estancia en Marruecos se limitaría a dos o tres días, incluido uno de navegación en la corbeta, pero sus casi quinientas páginas eran insuficientes para una semana, tiempo mínimo que se calculaba durarían las protestas y sin otra ocupación que las tres comidas diarias en el comedor del hotel.
Sus opciones de entretenimiento eran muy reducidas: no habían llegado los tiempos de la telefonía móvil, internet ni la televisión por cable. La única cadena que captaba el televisor de la habitación emitía casi sin interrupción espacios religiosos en árabe, en los que un señor vestido de blanco salmodiaba lo que supuso eran versículos del Corán. Le pareció curioso, pero insoportable al cabo de cinco minutos.
Los pocos extranjeros huéspedes de su hotel habían dejado sus habitaciones y volado de vuelta a sus países de origen. No tenía a nadie con quien charlar.
Una mañana, al salir de desayunar, vio en el carrito de una de las camareras de piso un periódico escrito en italiano. Se apropió de él y, ya en la soledad de su habitación, descubrió que se trataba de un ejemplar de L’Observatore Romano de finales de diciembre.
Nunca había tenido en sus manos un número del diario vaticano, pero a falta de otra distracción se lo leyó. Allí encontró una noticia que le pareció fascinante: el robo de la reliquia del santo prepucio que se conservaba en la parroquia de Calcata, un minúsculo pueblo medieval situado unos cincuenta kilómetros al norte de Roma.
Según las declaraciones de Darío Magnoni, párroco de Calcata, “La santa reliquia este año no podrá ser expuesta a la devoción de los fieles. La han robado. Manos sacrílegas la han hecho desaparecer de mi habitación”.
En sus viajes había visitado templos en los que se veneraba un pelo de la barba de Mahoma, un diente de Buda o plumas de las alas del arcángel san Miguel, pero nunca un fragmento del cuerpo de un dios. Todas aquellas reliquias se custodiaban con fuertes medidas de seguridad, por lo que le sorprendió que un objeto tan importante, la única parte del cuerpo de Jesucristo que se conserva, se guardara en el dormitorio de un párroco de pueblo.
Una vez sofocada la revuelta provocada por la carestía de la vida, a golpe de porra, detenciones y la intervención de más de veinticinco mil soldados y policías que causaron más de una veintena de muertos entre los manifestantes, nuestro protagonista pudo salir a navegar en la corbeta Errahmani.
Al coincidir con los últimos días del Ramadán, a bordo no se fumaba ni se servían comidas ni bebidas; la ausencia de relaciones sexuales se daba por descontada. Por eso, se sorprendió mucho cuando a mediodía se le acercó un marinero portando un bocadillo de tortilla francesa. La tripulación consideraba que el ayuno del Ramadán solo obligaba a los seguidores del profeta y que, por lo tanto, un presunto cristiano podía comer cuanto deseara.
Al verle rechazar el alimento, el mismo marinero le explicó que ese día se celebraba la Fiesta del Sacrificio, una de las más importantes del año, y se conmemoraba el pasaje del Corán en donde el profeta Ibrahim acepta sacrificar a su hijo Ismail en muestra de obediencia a Alá. En el último momento, Alá se apiada de Ismail y le entrega a Ibrahim un cordero para que lo sacrifique en su lugar.
Recordó entonces una leyenda similar recogida en la Biblia, donde se cambia a Alá por Jehová, a Ibrahim por Abraham y a Ismail por Isaac. Para judíos, cristianos y musulmanes la narración muestra la benevolencia de Jehová, Alá o Yahvé, que en el último momento perdona a la víctima inocente, y la obediencia de Abraham o Ibrahim, dispuesto a matar a su hijo si su dios se lo pide.
Aquel día, mientras navegaba frente a la refinería de Mohammedia y el estómago le rugía de hambre, él interpretó ese pasaje de otra manera: un padre despótico y fanático, dispuesto a matar a su hijo; un hijo sumiso, sin coraje, incapaz de rebelarse contra la locura asesina de su padre, y un dios tan cruel y despiadado como para hacer sufrir a sus seguidores más fieles.
Ya de regreso en casa, al deshacer el equipaje encontró el ejemplar de L’Observatore Romano sustraído en Casablanca. Estuvo a punto de tirarlo, pero acabó guardado en una caja de archivo permanente rotulada como “VARIOS”, de la que no saldría hasta su instalación en Cádiz.
Los tres años siguientes significaron una ruptura de todos los diques. Se empezaba a hablar de un nuevo virus, el SIDA, pero los escasos contagios se atribuían al contacto con animales salvajes en el golfo de Guinea y aún no se había desatado el miedo a las relaciones sexuales sin protección.
Cuando le comunicaron su próximo traslado a Cádiz, decidió relajar mucho su ritmo de trabajo en la fábrica y disfrutar al máximo los meses que le quedaban a orillas del Mediterráneo.
Nunca olvidaría aquellas fiestas sin principio ni fin en un viejo chalet de Balsicas o en un apartamento de La Manga. La música sonaba sin parar, fuera jazz o marchas procesionales; las sustancias legales e ilegales circulaban sin tacañería y sobre todo ello sobrevolaba el sexo, mucho sexo. Las combinaciones no parecían tener límites en cuanto al género, número o edad de los participantes. Se pasaban noches enteras jugando a nuevas versiones de antiguos juegos infantiles: la gallinita ciega, el escondite inglés, el muelle, el tres en raya… Quizás los lugares de encuentro más castos fueran las playas nudistas de Calblanque y Cala Morena, objeto de las iras de los fundamentalistas locales.
Una vez instalado en Cádiz, volvieron la calma, el aburrimiento y las investigaciones sobre la sagrada reliquia.
Aunque en Casablanca se había tomado el robo del divino prepucio como una noticia de relleno sin mayor profundidad, durante sus investigaciones posteriores descubrió que la historia de aquella reliquia tan particular estaba bastante bien documentada. Al parecer, el trocito de piel cortado al niño Jesús durante la circuncisión lo había conservado su madre en un frasco lleno de aceite de nardos. Años después y según algunas versiones, cuando apareció María Magdalena en la vida de Jesucristo la virgen María le entregó la reliquia; la leyenda no especifica los motivos, pero todo señala a la existencia de una relación muy especial entre Jesús de Nazaret y María de Magdala. Por su parte, uno de los evangelios apócrifos contradice lo anterior y señala que la madre de Cristo, antes de morir, encargó la custodia de la reliquia a Juan el Bautista.
Se acordó entonces de su propio prepucio, que se suponía arrojado por el cirujano al cubo de la basura antes de proceder a un burdo cosido que le causó molestias durante varios meses.
A partir de la muerte de Cristo, la pista del santo prepucio se perdió durante ocho siglos, hasta que un ángel se lo entregó en Jerusalén a Carlomagno, quien a su vez se lo regaló al papa León III durante la ceremonia de su coronación al frente del Sacro Imperio Romano Germánico.
Durante otros setecientos años, la reliquia reposó en la basílica romana de san Juan de Letrán, hasta que fue sustraída en 1527, durante el saqueo de Roma llevado a cabo por las tropas lansquenetes de Carlos I de España y V de Alemania. Años después, el divino prepucio apareció en un establo de Calcata, donde uno de los soldados españoles había estado prisionero; desde entonces era exhibida a los fieles cada 1 de enero, declarado por la Iglesia Católica fiesta de la Circuncisión de Cristo.
Durante mucho tiempo estuvo prohibido referirse a esta reliquia como «prepucio», por las connotaciones de dicha palabra; en su lugar, se nombraba como caro vera sacra, “auténtica carne sagrada”. Había —y sigue habiendo— un consenso generalizado entre los especialistas: Jesús de Nazaret fue circuncidado, como todos los judíos de su tiempo. Hubo más dudas acerca de si, después de la resurrección, Jesucristo seguía sin prepucio, lo que parecía ir en contra de la doctrina de la resurrección de la carne, pero santo Tomás de Aquino estableció que la integridad física del resucitado no podía referirse a pequeñas partes marginales de su cuerpo.
Descartadas ciertas teorías poco creíbles pero que alcanzaron una amplia difusión a principios del siglo pasado, como que el divino prepucio había ascendido al cielo por su cuenta hasta convertirse en uno de los anillos de Saturno, se abría el camino a considerar que la reliquia podía ser auténtica.
A nadie debería sorprender, por otra parte, el culto a tan peculiar objeto. El propio Carlomagno se había traído de Palestina no solo el prepucio, sino un trozo de la cruz de Cristo, su cordón umbilical, partes del pesebre y espinas de su corona. Otros peregrinos aportaron clavos de la cruz, la toalla con la que secó los pies a los apóstoles en la Última Cena, lágrimas y leche de la Virgen o la rama con la que Cristo azuzaba a la borriquita durante su entrada triunfal en Jerusalén.
Lo más probable es que detrás de esta desaparición haya estado el propio Vaticano. A la Iglesia del momento le habría venido muy bien pasar página sobre esta reliquia, cuando menos discutible y, en cualquier caso, propiciadora de irreverencias. En apoyo de esta teoría está la eliminación de la fiesta de la Circuncisión de Cristo del Santoral Romano, decidida durante el mismo Concilio Vaticano II que expulsó a san Arturo del santoral.
Justo cuando daba por finalizada la búsqueda de nueva información sobre el divino prepucio, recibió noticas del suyo propio, tantos años desaparecido. Una carta de la clínica le informaba que, en el curso de unas obras de reforma, habían encontrado un armario lleno de muestras biológicas conservadas en formol. Entre ellas estaba su prepucio, que le ofrecían enviarle a portes debidos.
Todavía conserva el frasco en uno de los estantes de su librería, rotulado con su nombre y apellidos, la fecha de la intervención y la inscripción Praeputium exuberans.
SI QUIERES LEER OTROS CAPÍTULOS DE ESTE LIBRO, PINCHA EN EL ENLACE CORRESPONDIENTE:
Santa María Goretti, san Tarsicio y san Agilolfo
San Andrés de Teixido y otros santos navegantes
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