En otoño de 1979, el mismo año en que el partido socialista abandonaba definitivamente el marxismo, se casó con quien cuarenta y cinco años después sigue siendo su mujer. Aquella boda civil fue un compromiso entre el nacionalcatolicismo, que todavía controlaba la sociedad y las instituciones españolas, y las ideas de libertad y laicismo, que ambos compartían. Ahora puede parecer un asunto sin importancia, pero para ellos sí que la tenía.
A los pocos días de casarse, se trasladaron a Cartagena, donde él se incorporó a su primer trabajo a jornada completa, en una fábrica de motores diésel.
Los primeros meses fueron duros. El paso de un piso comunitario en un Madrid donde ya arrancaba la movida, a la soledad compartida de un piso propio en una ciudad de provincias en donde no conocían a nadie, junto con el ambiente de una empresa con una cultura militarista y unos compañeros de trabajo en su mayor parte conservadores, no fue sencillo.
Fueron tiempos difíciles, con la impresión de que se estaba haciendo mayor y de que la vida le pasaba por delante como un tren expreso con todas las ventanillas encendidas al que no era capaz de subirse.
Salían de copas casi todas las noches, en un vano intento de encontrar a alguien con quien charlar un rato; frecuentaban el oasis de la librería Espartaco y antros como Arlequín y La Tortuga, donde entablaban breves conversaciones con los camareros. Con alguno de ellos iniciaron una amistad que aún perdura.
Solo la lectura lo devolvía a la época idílica de estudiante. Gracias a la ayuda de Mariano, su librero de cabecera, descubrió nuevos territorios literarios, como Bryce Echenique, Isaak Bábel o Ciro Alegría.
Fue entonces cuando entró en relación con el Cine Club Hannibal, de cuyo equipo, con el tiempo, llegó a formar parte. A través del cine club tuvo su primer contacto con Simón el Estilita, de la mano de Luis Buñuel y su premiado mediometraje Simón del Desierto. La película formó parte de uno de los famosos maratones de cine que organizaban un par de veces al año en la ahora desaparecida Casa de la Cultura. Aquellas sesiones atraían a todos los cinéfilos de la ciudad y sus alrededores en torno a la proyección consecutiva de cuatro films que no se hubieran exhibido en los cines comerciales de la zona. La primera película solía comenzar alrededor de las ocho de la tarde, con lo que la última nunca terminaba antes de las cuatro de la madrugada. Aquella noche, junto a Simón del Desierto, Joe Hill y Los Rompepelotas, se proyectó otro film de temática religiosa: Sebastiane, de Derek Jarman.
Sebastiane, con su clara defensa de la homosexualidad, su iconografía pop y sus diálogos en latín, causó sensación entre el público y bastante revuelo entre los ambientes más conservadores de Cartagena, aunque nada comparado con el que, cinco años después, provocó la proyección de Yo te saludo, María, que requirió protección policial ante las amenazas ultras.
A él, en cambio, le impresionaron más las imágenes en blanco y negro de un monje que llevaba seis años subido a una columna y a quien, a nivel del suelo, acompañaban un rebaño de cabras, un enano, un manco de las dos manos y un joven monje. Aquella película le llevó a interesarse por la historia de un santo tan peculiar.
El primer problema para profundizar en la vida de aquel personaje es que no hubo uno sino al menos cuatro santos con el mismo nombre; lógicamente sin contar a Simeón Metafrastres el Compilador, gran hagiógrafo de la iglesia bizantina, que no llegó a ser canonizado.
No hay constancia de cuál de ellos inspiró la película de Buñuel, aunque, a la vista de lo que se conoce de cada uno de ellos, lo más probable es que fuera Simón el Viejo.
Durante los primeros siglos del cristianismo, vivir sobre una columna significaba un camino casi seguro a la santidad, aunque a poco que se investigue nos encontraremos con que estos Simeones o Simones no vivieron encaramados a una auténtica columna, sino en el último piso de una torre (como se los solía representar en la Edad Media) o, más frecuentemente, en lo alto de alguna aguja rocosa, similar a las que sirven de base a los monasterios ortodoxos del monte Athos.
Los estilitas eran —y siguen siendo— monjes de la Iglesia de Oriente que, bajo el pretexto de huir de la multitud, en el fondo perseguían una cierta notoriedad, un nicho de mercado en donde obtener ventaja a la hora de alcanzar la fama y recibir más limosnas de los fieles. Para ello, se aislaban sobre su torre, peñasco o columna y vivían encima de ella como ermitaños, dedicados a rezar, predicar y meditar. Si de verdad buscasen la soledad ¿no procurarían ocultarse en lo más profundo de un bosque o lo más árido de un desierto?
El primero a quien se le ocurrió la idea de aislarse en las alturas, Simón el Viejo, pastor y huérfano de padre, ingresó en un monasterio hacia los 16 años. Espantados por su fanatismo, sus compañeros le pidieron que se marchase en aras de la convivencia. Al sentirse rechazado, se internó en el desierto y permaneció casi cuarenta años sobre sucesivas columnas cada vez más altas, huyendo de las multitudes que acudían a él por su fama de santidad.
Su sucesor, Simón el Joven, fue un auténtico santo prodigio, ya que subió a su primera columna a los siete años y permaneció en los alrededores de Antioquía, sobre distintas torres o columnas, hasta su muerte a los setenta y un años. Un total de sesenta y cuatro años por las alturas, un récord probablemente imbatido.
Simón Tercero de Emesa, patrón de los titiriteros, también llamado el Loco, hacía honor a su apodo. Según la edición de 2005 del Martirologio Romano, se hizo necio por Cristo. No fue un estilita propiamente dicho, sino que comenzó su vida religiosa como anacoreta y luego se integró en la tradición de los llamados Santos Locos de la Iglesia de Oriente, que tuvo bastantes seguidores en los siglos V al VIII de nuestra era. Para alejarse del mundo y sus pecados, la mayoría de estos santos no se marchaban al desierto ni se aislaban en lo alto de una roca, sino que seguían viviendo en las ciudades, pero fingían la locura para ser repudiados por sus vecinos y poder dedicarse a la meditación sin interrupciones. Así, Simón el Loco entraba desnudo en el baño de las mujeres, perturbaba el desarrollo de la liturgia, apagaba las velas de iglesia lanzándoles nueces, defecaba en la vía pública y solía arrastrar por las calles un perro muerto. Uno de sus compañeros, Marcos el Loco, paseaba desnudo por las calles de Alejandría y robaba en el mercado para repartir alimentos entre otros locos.
Es lógico que hoy en día la Iglesia Católica no los siga proponiendo como ejemplo de vida para sus fieles; de hecho, el san Simón que aparece en el calendario litúrgico es el apóstol Simón el Cananeo o el Zelote, sin ninguna relación con los otros Simones citados hasta ahora.
La teoría de que los monjes estilitas no vivían sobre columnas sino sobre pilares rocosos queda reforzada por el ejemplo de los últimos que ejercen tal actividad.
En agosto de 2014, durante un viaje por el interior de Georgia, nuestro protagonista tuvo ocasión de visitar el peñón de Katskhi, a orillas del río Kashura, sesenta kilómetros al este de Kutaisi. Desde 1995, un monje eremita, Máximo Qavtaradze, vive en la minúscula cima de este peñasco, a cuarenta metros sobre el bosque circundante.
La plataforma superior de la roca está ocupada por una pequeña ermita del siglo XIII dedicada a san Máximo el Confesor, también estilita, y por una casita no muy grande construida por los fieles de la aldea más cercana para resguardar al actual monje.
Sus únicos medios de comunicación con el exterior eran, hasta hace poco, una escala vertical que casi nunca usaba y por la que se tardaba media hora en alcanzar la cima, las campanas con las que anunciaba sus sermones y una polea que le permitía izar cajas con comida y otros suministros. La reciente instalación de una antena de telefonía móvil sobre una montaña cercana puede haber roto su aislamiento, ya que uno de sus seguidores le ha regalado un teléfono móvil.
Su mayor dolor era el fracaso en su anhelo de predicación. En un ruso arcaico y entrecortado, le confesó a su visitante que, después de años de notoriedad, en aquellos momentos tan solo dos fieles acudían, muy de tarde en tarde, a escuchar sus homilías. Al parecer, un nuevo estilita, el pope Levan Tsinandali, le ha robado gran parte de su clientela tras instalarse desnudo en otro peñasco cercano, más alto y de menor superficie que el peñón de Katskhi. Gracias a un sistema de megafonía, los fieles de su competidor ya no necesitan ascender hasta lo alto del peñasco para escuchar sus predicaciones.
Mientras Arturo hablaba con el eremita, su mujer tuvo que esperarlo al pie de la roca. La tradición prohibía que subieran a la cima hembras, fueran humanas o de otra especie. "Ni zhenshchin, ni kur", ni mujeres, ni gallinas, le insistió Máximo, dando el tema por zanjado.
Meses antes había leído en el Daily Mail la entrevista hecha a Máximo Qavtaradze por un periodista neozelandés, en la que se explicaba la extraña decisión del monje. Estas son las palabras del estilita: “Cuando era joven, bebía, vendía drogas, todo. Al acabar en la cárcel, me di cuenta de que era hora de cambiar. Solía beber con mis amigos en las colinas de esta zona y contemplaba este lugar, donde la tierra y el cielo se encuentran. Sabíamos que había habido monjes aquí y yo sentía un gran respeto por ellos”. Es muy probable que acabe como su predecesor, cuyo esqueleto encontraron en 1944 los primeros alpinistas que escalaron el peñasco en la época actual.
SI QUIERES LEER OTROS CAPÍTULOS DE ESTE LIBRO, PINCHA EN EL ENLACE CORRESPONDIENTE:
Santa María Goretti, san Tarsicio y san Agilolfo
San Andrés de Teixido y otros santos navegantes
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