En el verano de 2006, cuando ya vivía en Cádiz y estaba pasando unos días de vacaciones en Mugardos, se organizó una de esas multitudinarias reuniones familiares en las que podían juntarse hasta doscientos descendientes legítimos y allegados del mítico bisabuelo Juan Francisco, de sus cinco hijas y de su único hijo: Amparo, Encarnación, Carmen, Pepita, Aurelia y Juan Francisco. Lo de legítimos viene a cuenta porque no participó en la reunión ninguno de los descendientes de la Alcaldita, amante oficial del bisabuelo.
Odiaba este tipo de reuniones, por suerte muy poco frecuentes; de hecho, solo asistió a otra posterior, y lo hizo a petición de su padre, con la salud ya bastante deteriorada, que en cierta manera quería despedirse de su extensísima familia. No es que no se llevara bien con sus familiares, pero su casi nula memoria visual le impedía reconocer a la mayoría de ellos, dando lugar a situaciones bastantes embarazosas. Echaba de menos los congresos de trabajo, en donde todos los participantes se identificaban con una tarjeta plastificada.
El peor momento de la fiesta fue su reencuentro con aquella prima segunda que, cuarenta años antes, había intentado iniciarlo en los placeres del sexo durante un viaje a San Andrés de Teixido. No reconoció a aquella joven morena, que recordaba de carne firme y mirada intensa, en la matrona rubia, apagada, con casi sesenta años, que se abalanzó sobre él y lo besó, tan casta como efusiva, ante la mirada sorprendida de su marido, sus cuatro hijas y tres nietos.
Tampoco le gustaba ver los estragos y deterioros de todo tipo que habían sufrido sus parientes y que le recordaban que, con casi total seguridad, a él lo verían igual de mayor, completamente calvo y con una barriga más que incipiente.
Estaban ya en la sobremesa cuando el marido catalán de otra de sus primas comentó los graves disturbios que estaban produciéndose en Sant Cugat del Vallés, lo que luego se llamó Revolta de Sant Cugat. El ABC, lectura obligada de muchos de sus parientes, publicaba aquel domingo que los sancugatenses habían salido a la calle dispuestos a quemar su propia ciudad, indignados ante la noticia aparecida el 27 de julio, día central de las fiestas patronales, en el diario local Cugat L’Avui. Según el artículo, san Cucufato (sant Cugat en catalán) había perdido la categoría de santo al ser eliminado de la última versión del Martirologio Romano. El editorial del diario, por supuesto, achacaba los disturbios a la política antiespañola y anticristiana del gobierno de Zapatero.
Al parecer, los fieles se habían concentrado en la Plaça Augusta, entre el monasterio y la comisaría. Unas docenas de exaltados al principio, su número y su enfado había ido creciendo conforme la noticia se extendía por el pueblo, hasta llegar a reunirse varios miles de personas, con los ánimos cada vez más encolerizados.
Pocos de los presentes en la reunión familiar eran conscientes de que san Arturo había corrido la misma suerte, pero cuando se enteraron de la purga sufrida cuarenta y cuatro años antes, muchos de ellos se declararon dispuestos a desplazarse a Cataluña en muestra de solidaridad. Descartados los que no se llamaban Arturo, quedaron solo quince voluntarios, de los cuales, una vez pasada la euforia etílica de la reunión, solo cuatro se presentaron al día siguiente dispuestos a iniciar el viaje.
En un momento confeccionaron una pancarta artesanal: “San Arturo y San Cucufato de vuelta a los altares. Mugardos con Sant Cugat” y se metieron en un coche. Cuando llegaron a Sant Cugat tras muchas horas de autopista, los escasos guardias civiles presentes en el pueblo se habían retirado entre pedradas y gritos de traïdors y botiflers.
Tres días duró la rebelión, tres días gloriosos en los que la solidaridad de los mugardeses fue recompensada por la hospitalidad de los sancugatenses. Fue entonces cuando conoció a Alicia, la sanitaria que diez años más tarde reencontraría durante su viaje al Congo.
Una providencial ¿quizás milagrosa? tormenta, ayudada por un artículo firmado por el prior del monasterio local y publicado en primera página de Cugat L’Avui, logró que terminaran las protestas y que los mugardeses emprendieran el retorno.
Según el prior, no se trataba, como en el caso de Arturo de Irlanda, de la aplicación estricta de las investigaciones bolandistas, sino de un simple error de un becario. Al futuro periodista se le ocurrió buscar detalles de la vida del patrón del pueblo en la copia del Martirologio que se guardaba en la biblioteca del monasterio. Indagó, sin resultado, bajo el nombre de Cugat; al no encontrar ninguna reseña llegó a la conclusión errónea de que su santo había sido eliminado y así apareció impreso en la portada de Cugat L’Avui.
El prior escribía en su artículo que sant Cugat sí que constaba en el santoral, pero con su nombre latino de Ququphas. Reconocía que la relación de sus milagros había sufrido una grave merma, pues no aparecía ni una sola referencia a los prodigios que rodearon su martirio, representados con todo detalle en los vitrales de la Iglesia Mayor. Según la leyenda local, san Cucufato, nacido en Escilio, provincia de Cartago (de ahí su apodo de El africano), fue condenado a muerte en Barcelona por orden del procónsul Galerio. Su delito había sido predicar el cristianismo por la Hispania Citerior Tarraconensis, que comprendía las actuales comunidades autónomas de Cataluña, Valencia y Murcia.
Su condena no resultó fácil de aplicar. Los romanos probaron primero con la evisceración, pero el futuro santo no se inmutó: se introdujo de nuevo los intestinos y luego suturó la herida con un simple cordón, mientras Galerio era consumido por el fuego y los doce torturadores perdían la vista.
Intentaron entonces quemarlo vivo, pero el mismo dios que él adoraba envió un soplo que extinguió las llamas y sus carceleros, a la vista del milagro, se convirtieron al cristianismo. Otras fuentes hablan de intentos de ahogarlo en el río Besós o de que las fieras lo despedazaran en el anfiteatro de Tarraco, también sin éxito.
Al final, el santo, empeñado en consolidar su categoría por medio del martirio, le pidió a Dios que permitiera que lo degollasen, como así sucedió.
Con estos antecedentes, resulta curioso que sea patrón de los jorobados y, sobre todo, de los objetos perdidos; no está documentado el origen de tales patronazgos. En muchas partes de España, pero sobre todo en su área de influencia en la costa mediterránea, es frecuente un rito para encontrar cualquier pertenencia extraviada. Basta con amarrar un cordel en torno a un pañuelo, en representación de los testículos del santo, y rezar la siguiente oración, de cuya eficacia pueden dar fe muchos devotos:
“San Cucufato, san Cucufato, los cojones te ato y hasta que no encuentres [aquí el objeto perdido] no te los desato”.
En esta misma tradición se inspiró Javier Krahe para escribir su canción San Cucufato:
“San Cucufato, te enciendo este cirio.
Devuélveme el amor, aquel viejo delirio.
San Cucufato, los cojones te ato:
si no me lo devuelves no te los desato.”
El regreso a Mugardos se prolongó más de la cuenta, debido a las escalas en el Priorato, Cariñena, la Rioja y Toro para probar los excelentes vinos de cada zona. Por suerte, en todo el recorrido no encontraron ningún control de alcoholemia. A su llegada al pueblo los esperaba un nutrido grupo de vecinos encabezados por el alcalde, que les entregó la Medalla de la Real Villa y un diploma recordando “su defensa de los valores mugardeses”. Nunca entendió del todo los motivos de aquel homenaje, como tampoco olvidó las noches pasadas con la recién conocida Alicia.
SI QUIERES LEER OTROS CAPÍTULOS DE ESTE LIBRO, PINCHA EN EL ENLACE CORRESPONDIENTE:
Santa María Goretti, san Tarsicio y san Agilolfo
San Andrés de Teixido y otros santos navegantes
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Tus comentarios nos interesan. En breve los verás publicados