sábado, 1 de junio de 2024

Los 35 santos de mi vida - 9 - FERMÍN SALVOCHEA

Su primer contacto con Fermín Salvochea fue a principios de los años setenta, cuando estaba entusiasmado con su reciente abandono de la fe católica y con sus nuevas creencias anarcosindicalistas. Acababa de leer un libro del filósofo Feyerabend, en donde había aprendido que toda elección es cuestión de gustos, y buscaba algo nuevo para leer revisando con desgana la biblioteca del colegio mayor en que se alojaba.

En eso estaba cuando apareció su amigo K por la puerta de la biblioteca, sin avisar, como de costumbre. Tenía el mismo aire siniestro de siempre: bigote poblado, a medio camino entre Trotsky y Groucho Marx, cazadora de cuero negra, botines de piel con elástico y pantalones negros con raya planchada.

Con ese aspecto le era fácil pasar desapercibido en cualquier ambiente, que se supone que es lo que pretendía. No desentonaba en la cafetería de la Facultad de Derecho, ni en la cola de entrada a una fábrica ni en una misa de doce en la catedral de la Almudena.

K era un compañero de militancia anarcosindicalista a quien nunca llegó a conocer de verdad, una persona tremendamente elusiva. En los ocho años que duró su colaboración no consiguió averiguar cuál era su verdadero nombre, a qué se dedicaba cuando no estaban juntos ni cuáles eran sus relaciones con las antiguas y prestigiosas organizaciones anarquistas, como la FAI o la Federación Ibérica de Juventudes Libertarias, en las que gran parte de los ácratas de Madrid soñaban con ser admitidos algún día.

Era evidente que mantenía buenos contactos con “el exterior”, como se llamaba entonces a las organizaciones antifranquistas radicadas en el extranjero. K era una fuente inagotable de información y de contactos con artistas, escritores y trabajadores de cualquier sector donde hubiera un conflicto laboral. También fue él quien le consiguió su primera pistola, una vieja Tokarev T-33 procedente de la Segunda Guerra Mundial. Aquel arma, que por suerte pocas veces tuvo que usar, fue durante mucho tiempo una fuente de problemas: practicar la puntería, esconderla en un lugar seguro pero accesible, conseguir munición…

Años después tuvo ocasión de sustituir la Tokarev por algo mucho más moderno: un subfusil Micro-Uzi que, pese a presentar los mismos riesgos de seguridad que la pistola, ofrecía una potencia de fuego mucho mayor.

Este subfusil le acompañó hasta mediados de 2020. Durante los tres meses de confinamiento tuvo tiempo para tomar bastantes decisiones; una de ellas fue deshacerse de la Uzi, después de muchos años en desuso. La desmontó por completo, comprobó que el número de serie seguía siendo ilegible y fue arrojando al mar las piezas a todo lo largo del trayecto en catamarán entre Cádiz y El Puerto de Santa María. Al llegar a El Puerto se reía por dentro pensando en las deducciones de los arqueólogos si llegaban a encontrar los restos de una ametralladora israelí durante el siguiente dragado del canal de acceso al saco interior de la bahía.

Volviendo a K, quien poco después lo empujaría a meterse en líos para los que todavía no estaba preparado, aquella tarde se limitó a entregarle una biografía de Fermín Salvochea, recién llegada de contrabando desde Francia.

—Léela —le dijo K—, pienso que te va a interesar.

Por aquella época él creía, como cantaba Miguel Ríos, que formaba parte de la generación límite y que la revolución, o la hacían él y sus compañeros o no se haría nunca. Por desgracia, el tiempo parece haberle dado la razón, pues ni ellos hicieron la revolución ni hay perspectiva de que se vaya a producir a corto plazo un cambio generalizado de sistema.

En aquel contexto es lógico que le atrajera el personaje de Salvochea, capaz de llevar sus ideas hasta el límite, y que buscara más información sobre su vida.

Así se enteró de que estuvo afiliado a la Primera Internacional. Más partidario del comunismo libertario de Bakunin que del materialismo histórico de Marx, Salvochea tradujo al español varias obras de Kropotkin e intentó poner en práctica las ideas anarquistas hasta sus últimas consecuencias. Fue aquella actividad divulgadora de Salvochea lo que inspiró a nuestro protagonista a traducir al español los fragmentos más interesantes de The Anarchist Cookbook, un recetario con instrucciones detalladas para fabricar botes de humo, cócteles molotov, armas caseras, LSD y otras especialidades muy demandadas en aquel momento. Así, encerrado en su habitación de un colegio mayor, robó muchas horas al estudio para traducir aquella joya, cuya versión original se ha seguido imprimiendo hasta la actualidad y lleva más de dos millones de copias vendidas.

Tecleó la traducción sobre clichés de multicopista, una de las maneras más asequibles en los años finales del franquismo para lanzar publicaciones ilegales. Por desgracia, que él sepa, no se conservan los originales, quemados para eliminar pruebas una vez impresas cincuenta copias. La inepta policía franquista, la llamada Brigada Político-Social, no fue capaz de rastrear al traductor a partir de las copias incautadas en registros de diversos domicilios particulares. K había cumplido su promesa y ninguno de los detenidos con una copia del recetario en su poder conocía los demás escalones de la cadena de distribución.

K era un especialista en lo que entonces se llamaba clandestinidad y se preocupaba mucho no solo de su propia seguridad sino de la de todos sus compañeros. Él los adiestró en técnicas de disimulo, en cómo esconder material comprometedor o montarse una fachada de falsa respetabilidad; con los militantes más cercanos a él estableció un sistema diario de citas de seguridad, que consistía en verse por parejas todos los días, cada día de la semana en un sitio diferente y a distinta hora. En esas citas no se hablaban ni casi se miraban, sino que se limitaban a pasar uno al lado del otro como por casualidad. Si alguien faltaba a una cita, había una segunda oportunidad una hora después, si volvía a faltar, se suponía que estaba detenido y todos los demás en contacto con él debían desaparecer de su domicilio habitual. Los puntos de reunión y pisos de seguridad que pudiera conocer el presunto detenido quedaban abandonados hasta nuevo aviso.

Gracias a estas y otras medidas, de las que los anarquistas eran alumnos aplicados y estrictos cumplidores, la policía nunca consiguió desarticular su grupo. Solo una vez detuvieron a varios de ellos creyendo que pertenecían a un grupo trotskista, por lo que no pudieron sacarles ninguna información útil. Por supuesto, aquella vida tan tensa como divertida afectaba al cuerpo y al espíritu; tardó años en liberarse de alguna de sus secuelas.

No volvió a interesarse por Salvochea hasta su traslado forzoso en 1987 a Cádiz, donde supo que era considerado santo y milagrero y se conservaba abundante documentación sobre su vida humilde y generosa hasta el extremo. Averiguó así que, en 1868, Salvochea tomó parte muy activa en el pronunciamiento de la Gloriosa. A partir de 1873, con la proclamación de la República, fue elegido alcalde de Cádiz e impulsó medidas tan progresistas como la prohibición de los cultos religiosos en la calle y la creación del cuerpo miliciano de los Voluntarios de la Libertad, al frente de los cuales defendió la recién proclamada república federal. Que una figura tan radical llegara a ser uno de los alcaldes más queridos de Cádiz resulta, cuanto menos, sorprendente, aunque jugaba en su favor la época convulsa tras el triunfo de la Primera República, las ideas nuevas que se extendían por todo el mundo y la crisis económica y la carestía que afectaban a gran parte de la población.

Salvochea murió en 1907 al caer desde la mesa sobre la que dormía, ya que su cama se la había regalado a un enfermo que la necesitaba más que él, cimentando así su fama de santidad.

Con el tiempo, su reputación de bondadoso y caritativo llevó a que se le rindiera culto en el cementerio municipal y se le atribuyeran numerosos milagros. Sus devotos formaban parte, mayoritariamente, de los estratos sociales más desfavorecidos.

A Arturo, en cambio, el interés por este santo laico se le fue desvaneciendo a medida que aumentaba su participación activa en la política local. Jubilado y libre de contradicciones entre el pacifismo y su trabajo en una empresa de armamento, pasó unos años intensos y divertidos colaborando con un pequeño partido municipalista, donde se ocupaba de una serie de tareas muy poco atractivas para sus compañeros de militancia: llevar las cuentas, escribir actas de reuniones, mantener ordenado el local donde celebraban las asambleas…


SI QUIERES LEER OTROS CAPÍTULOS DE ESTE LIBRO, PINCHA EN EL ENLACE CORRESPONDIENTE:

Nihil obstat

Los santos desaparecidos

San Arturo de Irlanda

San Baltasar

Santa María Goretti, san Tarsicio y san Agilolfo

San Andrés de Teixido y otros santos navegantes

Genarín de León

La santa Muerte

Los niños santos

Fermín Salvochea

San Simón el estilita y otros santos locos de Oriente

El divino prepucio

Los gusanos sagrados

San Cucufato

El imam Reza

El gauchito Gil

Xangô y sus otros orixás

Notas y santoral

Bibliografía y Tibi gratias ago

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