2008 fue, para él, una año gris. Acababa de cumplir cincuenta y cinco años, hacía ya diez que había terminado una larga terapia y su puesto de trabajo parecía consolidado, después de un tiempo de miedos y de dudas. La Unión Soviética ya era solo un recuerdo y el partido socialista había vuelto a ganar las elecciones generales y andaluzas, las primeras en muchos años en que él no acudía a votar. Ignacio Ramonet acababa de reintroducir la teoría del pensamiento único, todo estaba ya pensado y bien pensado. Veía extenderse todo el resto de su vida como un desierto monótono hasta un final inevitable.
Por eso, cuando recibió el folleto de la agencia con la que había viajado a Indonesia cuatro años antes y vio la propuesta de un recorrido por un tramo de la Ruta de la Seda, desde Uzbekistán hasta Turquía pasando por Turkmenistán, Irán y Armenia, no dudó en inscribirse.
Algo diferente, pensó. Una oportunidad de conocer nuevas gentes y nuevas culturas, de ver con sus propios ojos cómo desaparecían en el olvido los restos del imperio soviético y de vivir unos días en uno de los estados más teocráticos del mundo. Con suerte, conseguiría escapar a la depresión que presentía próxima.
Pese a lo poco que le gustaba viajar en un grupo organizado, en esta ocasión no le quedó otro remedio. Las dificultades logísticas de visitar cinco países en cuatro semanas, cada uno con su propio idioma y sus exigencias en materias de visado, solo podía resolverlas una agencia de viajes con experiencia en aquella ruta.
Su primer contacto con el resto del grupo fue en el aeropuerto de Barajas, donde el guía les repartió las tarjetas de embarque y los citó una hora más tarde en la puerta asignada para su vuelo. Dos maestras gallegas, dos comerciantes valencianos, un bilbaíno alcohólico, una pareja de recién casados y así hasta unas veinte personas.
Una cosa le sorprendió de sus compañeros en aquel viaje. Cada noche, después de cenar, se solía organizar una especie de fuego de campamento en donde presumían de sus muchos, exóticos y exclusivos viajes. No parecían viajeros, sino meros coleccionistas de países; les interesaban más las fotos con las que luego aburrirían a familiares y amigos que la historia y la vida cotidiana de los lugares que visitaban. De hecho, muy pocos se defendían en un idioma que no fuera el propio y ninguno se había molestado en leer algo sobre la historia y costumbres de los países que iban a visitar o en aprender una sola palabra de uzbeko, ruso, farsi o armenio, por lo que sus escasos contactos con los indígenas se producían siempre a través del guía y su comprensión de lo que iban viendo resultaba muy limitada. Le pareció una manera un poco absurda de viajar; él disfrutaba con la preparación previa, con la lectura de autores locales, la búsqueda de información y el aprendizaje de algunas frases en el idioma del país a visitar, las mínimas para sobrevivir y mostrar un cierto respeto hacia sus habitantes.
En aquel viaje retomó su relación con el islam, religión con la que había entrado en contacto en Casablanca, más de veinte años antes, durante las revueltas del pan.
Le encantó que en Uzbekistán, Turkmenistán y Armenia, debido a su pasado soviético y oficialmente ateo, la relación iglesia-estado fuera casi inexistente, la influencia de la religión en la vida diaria casi nula y no se confundieran, como suele pasar en sociedades más teocráticas, pecado y delito. Era justo eso lo que él ansiaba para España y por lo que libraba batallas inútiles.
Por eso, el choque que sufrió al entrar en Irán fue brutal. Sentía vergüenza ajena por las mujeres del grupo, a las que las normas machistas y el código islámico de vestimenta se aplicaban con bastante rigor. Aquí, estar sin velo es como en España estar en bragas —les explicó el guía—. No se sale de la habitación del hotel ni se deja entrar a nadie si no tienes el cabello cubierto. En el autobús, cuando circulaban por zonas poco pobladas se relajaba algo la norma, pero en cuanto se acercaban a alguna ciudad tenían que cubrir su cabello pecaminoso.
El alcohol se controlaba de manera todavía más estricta. Su consumo y posesión estaban prohibidos y no se servía ni siquiera en las recepciones de las embajadas extranjeras. Curiosamente, aquella abstinencia absoluta la llevaba mejor el alcohólico que otros miembros del grupo, que tanto habían criticado sus borracheras. Mientras que el presunto bilbaíno asumió desde el primer momento que iba a pasar diez días sin siquiera una cerveza, en otros se manifestaba con toda su crudeza el síndrome de abstinencia. El mal humor, la tristeza y hasta una cierta violencia verbal iban creciendo entre algunos de los viajeros conforme avanzaba el día y no desaparecieron hasta la llegada a Armenia, donde hubo quien se desquitó ampliamente.
A pesar de la presencia ubicua de los policías de la moral y de la cantidad de normas religiosas que regulaban su vida, los iraníes le sorprendieron por su amabilidad, su cosmopolitismo y sus ganas de relacionarse con extranjeros. Si dudaba en un cruce, siempre había alguien que se paraba y se ofrecía a ayudarle en un inglés o un francés más que aceptable. Si miraba hacía alguno de los numerosos grupos familiares que cenaban al fresco en cualquier parque o acera, era imposible rechazar sus invitaciones para compartir la cena y un rato de charla sobre temas tan difíciles como la política, la religión o las costumbres de cada país.
Pese a las trabas derivadas del castigo estadounidense por la crisis de los rehenes, la tecnología del país seguía avanzando a un ritmo que nunca habría imaginado. Así, durante su estancia allí los iraníes habían puesto en órbita su primer satélite de fabricación nacional, el Omid. En Isfahán rió a carcajadas al leer, en un periódico en inglés destinado a los visitantes extranjeros, un artículo sobre los submarinos ligeros Ghadir, diseñados y construidos íntegramente en Irán y puestos en servicio un año antes, mientras que la empresa española en que él trabajaba llevaba años intentando sin éxito diseñar y construir uno.
La experiencia más intensa de aquel viaje la tuvo en Mashad, en el noroeste de Irán, muy cerca de las fronteras de Turkmenistán y de Afganistán. El programa de la agencia incluía una visita guiada al mausoleo del Imam Reza, la única manera en que alguien no musulmán podía acceder al recinto sagrado. Para dicha visita no bastaba con que las mujeres del grupo cubrieran sus brazos y cabellos con versiones más o menos estrafalarias de la vestimenta islámica, como en todo el resto del recorrido por Irán, sino que era obligatorio que se pusieran un chador que las cubriera de la cabeza a los pies. Por eso, nada más llegar a Mashad, el grupo entero pasó la tarde recorriendo tiendas especializadas, donde descubrieron que existen cientos de matices del negro. Al final, ellas se decantaron por unos largos velos blancos estampados con florecitas rosas, estilo Liberty, que según las vendedoras eran suficientemente recatados para visitar el mausoleo.
A la mañana siguiente fueron en autobús hasta el complejo, que se levanta sobre el cruce de dos autopistas subterráneas y un enorme aparcamiento de varios pisos. Él tomó buena nota de las normas (no móviles, no cámaras, no comida, no bebida, no armas, no tabaco, no infieles) y de la inexistencia de verdaderos controles de identidad; ya estaba planeando una segunda visita no autorizada.
Muchas veces se ha preguntado por qué lo hizo, por qué se arriesgó a recibir una condena a varios años de prisión o unas docenas de bastonazos. Años después confesó que fue un impulso que no pudo refrenar y que sigue sin tener claros los motivos. Quizás fuera una tendencia innata a romper las reglas, a moverse por las lindes de lo permitido. La misma que lo llevó a la cárcel en Londres o a comprometerse en la lucha contra la dictadura franquista. Seguía estando de acuerdo con Feyerabend en que las decisiones importantes no las rige la razón, sino la intuición.
El exterior estaba vigilado por un fuerte contingente de Guardianes de la Revolución, con tanquetas y ametralladoras pesadas, mientras que en el interior se encargaban de mantener el orden docenas de hombres y mujeres vestidos de negro y armados con unos plumeros, multicolores y de mango retráctil, con los que llamaban la atención a quienes pretendieran incumplir las normas de conducta.
A su grupo de turistas lo escoltaron hasta una sala de recepciones, dedicada en exclusiva a las visitas no musulmanas, donde un anciano les habló sobre la vida del imam Reza y las diferencias —insalvables, según él— entre chiitas y sunnitas, así como entre las tres ramas del chiismo, de las cuales la única que consideraba digna de tal nombre era la que gobernaba en Irán: los duodecimanos.
Parece ser que la principal diferencia entre duodecimanos e ismailíes es que los primeros creen que las máximas autoridades en la interpretación del Corán son doce imames, descendientes directos de Alí, el cual fue a su vez primo y yerno del profeta Mahoma. Por su parte, los ismaelitas siguen otra línea de imames, los descendientes de Ismael, hermano mayor de Alí. Importante diferencia, por supuesto; cuanto más fuerte se hace una religión o una ideología política más importancia tienen las nimias diferencias que la separan de otras similares.
El guía iraní añadió que el santuario, fundado en el año 818, en 2008 ya ocupaba más de medio millón de metros cuadrados y era considerado la mezquita más grande del mundo. Como referencia, el complejo tiene más extensión que toda la Ciudad del Vaticano. Por desgracia, a los infieles solo se les permitía visitar una ínfima parte; ni pensar siquiera en acercarse al mausoleo del imam.
Harto de explicaciones teológicas y cargado de folletos explicativos en español y en inglés, dedicó la tarde a preparar con su mujer y con otra pareja de compañeros de viaje la gran transgresión: entrar al recinto mezclado con otros cientos o miles de peregrinos, para intentar alcanzar el sancta sanctorum, la tumba del imam Reza.
Lo primero fue decidir la vestimenta: las mujeres ya se habían comprado sus chadores y él se puso una camisa de manga larga abotonada hasta el cuello. Iba, por supuesto, sin corbata, como la mayoría de los iraníes. Luego la nacionalidad: si les preguntaban en los controles de acceso, dirían que eran chechenos, lo que no solo explicaría su tez más clara y su nulo conocimiento del árabe, sino que podría atraerles cierta simpatía como pueblo que luchaba por el islam contra Rusia, la potencia atea más importante del mundo.
Dejaron en la habitación las cámaras de fotos, los móviles, la documentación y cualquier cosa que los pudiera poner en aprietos en caso de registro. Al atardecer, fueron caminando a lo largo del bulevar Tabarsi, rodeados de una marea creciente de fieles. Los cuatro iban con algo de miedo y empezaban a darse cuenta de la locura que estaban a punto de cometer, pero no compartieron sus temores. Si cualquiera de ellos hubiera propuesto darse la vuelta, los otros tres lo habrían aceptado con alivio.
Todo empezó según lo previsto. Se separaron frente a la entrada de las mujeres y los dos hombres caminaron unos cien metros hasta la reservada para ellos. Por suerte, nadie les preguntó nada y entraron en el recinto sin contratiempos.
A partir de ahí las cosas se complicaron. Por mucho que buscaron, no fueron capaces de encontrar a sus compañeras. Estaba oscureciendo, había muchísima gente y gran parte de las mujeres llevaban chadores muy similares a los de sus parejas.
El recorrido, a esa hora en que el cielo comenzaba a oscurecer, le impresionó. Cruzaron varios enormes patios de oración, la mayoría de ellos repletos de fieles rezando o escuchando a los predicadores, hasta llegar al punto central, el propio mausoleo del imam. Se acercaron a él por la puerta de entrada de hombres, avanzando a duras penas entre la multitud que se iba espesando por momentos. Cuando consiguieron ver de lejos la verja que encerraba el sepulcro, estuvieron a punto de dar la vuelta, por miedo a que los reconocieran como kafir, infieles. No se puede olvidar que estaban en el segundo lugar más prohibido del islam.
En el tumulto se perdió también de su compañero. Cuando iba a retirarse, se le acercó por detrás un anciano, tocado con el turbante blanco que denotaba su categoría de clérigo, y le puso ambas manos sobre los hombros. Se creyó descubierto y se veía ya condenado a latigazos, cuando por señas el anciano le indicó lo que quería: que gracias a su mayor corpulencia y menor edad le ayudase a aproximarse a la verja.
Convertido así en báculo de un mullah, le fue mucho más fácil acercarse al sepulcro, ya que cuando se percataban de la presencia del anciano sacerdote los demás peregrinos les cedían el paso con respeto. Llegó así hasta la verja, desde la que no se divisaba la tumba en sí, pero se entreveía la puerta que daba paso al santuario interior, en donde solo podían entrar los auténticos ayatolás, como descendientes del Profeta. Dejó allí a su mullah y fue retrocediendo hacia la salida, sin dar nunca la espalda al sepulcro, al igual que hacían los demás peregrinos.
Cuando por fin llegó a la calle, respiró algo aliviado. Había conseguido salir indemne, pero no tenía noticias de sus compañeras.
Ya en el hotel, releyó la información que le habían dado en la visita oficial. El imam Reza es el octavo de los doce imames descendientes del profeta Mahoma y el único de ellos enterrado en Irán, de ahí la importancia de su tumba para los chiitas.
Ali Bin Musa Al Reza, que llegó a ser el máximo dirigente religioso del islam, tuvo graves desencuentros con el califa de aquella época. Reza, como buen chiita, consideraba que él era a la vez la máxima autoridad religiosa y civil, en claro desafío al poder del califa Mamún. El califa le ofreció abdicar y designarle su sucesor; pero Reza, dentro de su línea fundamentalista, le contestó: “Si Alá te ha dado la autoridad, no eres quién para renunciar a ella y dármela a mí, y si no tienes esa autoridad, no eres quién para cedérmela”.
Ante esa respuesta, el sultán no tuvo más remedio que darle muerte, convirtiéndolo así en un mártir de la fe.
Más relajados, los cuatro infractores bajaron a cenar con el resto de miembros de su grupo. Tenían una buena historia que contar, algo que les haría subir varios puestos en el rango de viajeros intrépidos, pero prefirieron callar hasta salir del país. Lo contaron la primera noche en Armenia, después de cruzar el puente internacional sobre el río Araz, al que todas sus compañeras habían lanzado sus hijab.
Terminaron su recorrido en Estambul, sin mayores incidentes, y regresaron a España. Muy poco después se produjo la quiebra del banco de inversión Lehman Brothers, que abriría una nueva etapa en la subordinación del bienestar común a los intereses del gran capital. Ni Ramonet había acertado con sus predicciones ni la vida era tan gris como parecía, aunque la suya tardaría al menos cinco años en teñirse con todos los colores del arcoíris.
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