Su primera estancia en Buenos Aires se produjo en 1977, acompañando a su compañero K, que había sido invitado por los restos de la casi desaparecida Federación Obrera Regional Argentina para compartir con ellos la experiencia de reconstrucción de la CNT que estaba desarrollándose en España. Eran los años negros de Videla, la policía acechaba en todas partes y poco pudieron disfrutar entonces de la ciudad más europea de América.
Más de veinte años después tuvo ocasión de volver a Argentina en un breve viaje de trabajo, para solucionar un problema técnico en uno de los ferris que operaban la línea Puerto Madero – Colonia Sacramento – Montevideo. Tampoco esta vez dispuso de mucho tiempo libre; las horas se le iban entre reuniones con el armador, visitas a diversos talleres del barrio de Boca y pruebas a bordo. Para su frustración, en las varias navegaciones que hizo por el Río de la Plata no tuvo tiempo de desembarcar ni siquiera unos minutos en Montevideo; apenas pudo asomarse a cubierta para verificar la inmensidad del estuario. Por otra parte, se acercaban las navidades y no le apetecía pasarlas en Buenos Aires.
Hasta 2013, cuando viajó a Argentina en compañía de su mujer y una de sus cuñadas, no pudo conocer un poco mejor el país y sus gentes. Fueron tres semanas inolvidables, repartidas entre el noroeste, la triple frontera y Buenos Aires.
Alquilaron un coche en Salta y con él transitaron el tramo norte de la mítica Ruta 40, la carretera que recorre cinco mil kilómetros por la falda oriental de los Andes, desde Río Gallegos en el sur hasta La Quiaca en la frontera con Colombia. Recordó de nuevo a Kerouac, sus largos viajes en autostop de costa a costa de Estados Unidos y su afición al vino, una de las pocas cosas que seguía compartiendo con el autor de On the road.
En esas interminables y solitarias pistas sin asfaltar era frecuente encontrar al borde de la ruta pequeños altares decorados con banderas rojas. Todos los conductores tocaban la bocina al pasar por delante y algunos se detenían. En uno de esos altares, a mitad del vertiginoso descenso del Abra de Acay, al ver que había varios coches aparcados pararon también ellos. Uno de los conductores les explicó que era un altar dedicado al Gauchito Gil y que era conveniente dejarle unos cigarros o un vaso de vino; cualquier persona que necesitase las ofrendas podía utilizarlas, a condición de devolverlas en otro altar cuando le fuera posible.
En su recorrido por los valles calchaquíes, allá por el extremo occidental de la provincia de Salta, visitaron la Bodega Colomé y su sorprendente museo de esculturas de James Turrell, en donde vivió una experiencia casi mística. Tumbado en una estera en una habitación con el techo abierto al cielo, y abrigado con una manta, estuvo más de una hora viendo cómo cambiaba el color del cielo al anochecer y cómo iban apareciendo las estrellas. La música de fondo, muy tenue, junto con la iluminación variable de la sala, le producían una sensación de bienestar similar a la de soñar que se vuela a baja altura, como una cigüeña planeando.
Al terminar la sesión, en la misma bodega compró una botella de excelente vino torrontés, que luego dejó como ofrenda en el primer altar del Gauchito que encontró. Aquel sacrificio, sin duda, contribuyó a que su viaje terminara sin problemas; a él le dio la confianza que le faltaba para circular a ochenta kilómetros por hora por aquellas pistas de grava infinitas, ante la mirada indiferente de las llamas, o para internarse en la serranía con un mapa dibujado a mano, buscando la garganta de las Señoritas o la sierra de los Siete Colores. Seguro que alguno de los seguidores del Gauchito supo apreciar aquel vino.
De la poca gente que se encontró en aquellas excursiones, le impresionaron en especial los indios del altiplano, menudos, recios, aparentemente impasibles y con la mirada perdida en el horizonte. Tenía la sensación de que aquellos ojos casi cerrados podían ver a través de su cuerpo y leerle los pensamientos.
Intentó hablar con uno de ellos, a quien se ofreció a llevar en su coche cuando se lo encontró, cargado con una mochila no muy grande, en una pista perdida a más de tres mil quinientos metros de altitud.
—¿A dónde va?
—Abajito no más.
—¿Lleva mucho tiempo caminando?
—Un poquito, sí.
—¿Y si nadie le para?
—Y… pues…
Esa fue toda su conversación. Bastantes kilómetros más adelante, en una curva tan inhóspita como el resto del recorrido, el indio se bajó, agradeció el transporte con un gesto y echó a caminar mochila al hombro. Durante el resto del día no fue capaz de olvidar la canción de Manu Chao:
Yo llevo en el cuerpo un dolor
Que no me deja respirar
Llevo en el cuerpo una condena
Que siempre me echa a caminar.
Aquel día, el conductor se quedó pensando en qué condena llevaría el indio en su cuerpo enjuto. Probablemente su única culpa fuera ser pobre en un mundo pensado para los ricos.
En su recorrido por la provincia de Corrientes, como se puede leer más atrás, se desvió de su ruta original para reencontrarse con el rey Baltasar bajo el nombre de Santo Cambá y visitar en la localidad de Empedrado, a orillas del Paraná, un gran santuario en honor de san La Muerte.
Ya en Buenos Aires, paseando por la librería Ateneo Grand Splendid, una de las más bonitas del mundo, se compró una biografía del Gauchito.
Antonio Plutarco Cruz Mamerto Gil Núñez nació en Mercedes, provincia de Corrientes, un 12 de agosto de un año indefinido, a mediados del siglo XIX. Se dice que amaba los bailes y las fiestas, que era devoto de san La Muerte y del santo Cambá, que dominaba el manejo del facón y que su mirada hipnótica era letal para sus enemigos y fulminante para las mujeres.
Antonio Gil, reclutado contra su voluntad para la guerra de la Triple Alianza, desertó tras los primeros combates por su repulsión a la violencia. Pero no fue esa la causa de su ruina, sino conquistar a la mujer de un comisario, proteger a los humildes, robar a los ricos para darle a los pobres, vengar a los humillados y sanar a los enfermos. Sus actos le ganaron el afecto y la veneración de los peones, que pronto lo reconocieron como a un héroe justiciero. Por esa razón lo protegieron y escondieron hasta que fue capturado por las tropas federales. Los mismos peones fueron los que construyeron los primeros altares.
La tradición oral cuenta que un 8 de enero de 1874 o 1878 (en esto divergen las fuentes) las autoridades acordaron trasladarlo a la ciudad de Goya para someterlo a juicio, pero por el camino se decidió aplicarle la ley de fugas y lo colgaron boca abajo en un árbol a la orilla del camino. Los soldados, conocedores de sus actos justicieros, se negaron a ejecutarlo, por lo que fue el coronel Velázquez (sargento en otras versiones más creíbles) quien lo degolló. Dicen que su sangre cayó como una catarata que la tierra se bebió de un sorbo. En ese mismo instante nació el mito y el propio coronel se convirtió en su primer devoto.
Antes de abandonar Buenos Aires, Arturo intentó revisitar los lugares y personas que había conocido en su primer viaje. Comprobó que Gardel tenía razón cuando cantaba veinte años no es nada, pero quizás los treinta y seis años transcurridos fueran demasiados.
Del barrio de Boca, que él recordaba obrero y combativo, solo encontró los colores de algunas casas de madera en los alrededores del Caminito, convertido ahora en un escenario para selfis de turistas nostálgicos, como él. Los propios vecinos le disuadieron de adentrarse en las calles más alejadas del rio, donde antes se concentraban los talleres mecánicos y los locales sindicales y ahora malvivían drogadictos y pequeños traficantes, dispuestos a atracar a los pocos turistas que se internasen en su territorio. Solo en los alrededores del estadio del Boca Juniors sobrevivía un comedor comunitario que él había frecuentado.
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Santa María Goretti, san Tarsicio y san Agilolfo
San Andrés de Teixido y otros santos navegantes
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