Se encontró con esta religión minoritaria en 1996, durante su tercer viaje a Indonesia. Después de una primera visita a Sumatra por motivos de trabajo y de un recorrido con un grupo organizado por las islas mayores del archipiélago de la Sonda, se lanzó con su mujer a un largo y azaroso itinerario por media docena de las islas menores del mismo archipiélago, las que se extienden a lo largo de mil quinientos kilómetros desde Bali hasta Timor.
La complicada preparación de aquel viaje fue para él una liberación. Caído en desgracia meses antes y destituido de su cargo en la empresa, no sabía si le iban a despedir o, simplemente, a destinarle a otra ciudad; en cualquier caso, estaba obligado a seguir cumpliendo su horario laboral, aunque no tuviera asignada ninguna tarea. Por otra parte, llevaba ya cuatro años de terapia psicológica y no notaba avances significativos, salvo en su capacidad para soñar todos los martes por la noche algo que contar en la sesión de cada miércoles.
En aquellos tiempos en que internet era poco más que un concepto reservado al mundo militar y al académico, no era fácil conseguir información sobre Indonesia. Además, el guía de la agencia de viajes le había insistido en que, si quería salirse de las rutas más trilladas y adentrarse un poco en aquel país inmenso y fascinante, necesitaba aprender el idioma que unía a sus doscientos cincuenta millones de habitantes repartidos por miles de islas.
Después de mucho buscar, en la librería Stanfords de Londres encontró un manual de indonesio para ingleses, al que dedicó sus esfuerzos durante todo un año.
Con la poca información que logró reunir y con la ayuda de una guía de viajes comprada en Singapur, se pasó el invierno organizando lo que se podía hacer a distancia: desde España era imposible, por supuesto, reservar hoteles o vuelos entre islas. A la vista de los enlaces interinsulares, que no había todos los días de la semana, elaboraron un programa de viaje, resumiendo en un folio los datos más importantes.
En septiembre de 1996 desembarcaron en Maumere, capital de la isla de Flores, para descubrir que el preciado programa de viaje se había quedado olvidado en Cádiz. Pese a ese arranque dificultoso, el recorrido resultó inolvidable. Fue, para los dos, una gran aventura que marcó el paso definitivo a la edad adulta, un reto complicado que superaron juntos y que, en cierto modo, cambió su visión del mundo.
Era el primer viaje que hacían a un país más o menos remoto, sin el colchón de una agencia ni de su empresa. Podían alterar el programa sobre la marcha, visitar una nueva isla que otro viajero les recomendara, alargar o acortar la estancia en cualquier ciudad o saltarse alguna de las etapas previstas. Por primera vez se sintieron auténticos mochileros. Podían compartir experiencias con gente como ellos, comer con un desconocido, hacer amistades más o menos duraderas y, por qué no, desdeñar a quienes viajaban en un grupo organizado.
Descubrieron entonces el placer del viaje por el viaje, sin museos ni monumentos que visitar. A veces, más que con el destino en sí, disfrutaban con los largos recorridos en autobús o en barco o con las caminatas, cargados con sus mochilas, para llegar a la aldea donde tenían intención de pasar la noche. El paisaje humano, fascinante e imprevisible, frente al contenido estático de un museo.
En aquellos transportes interminables comprendió la inutilidad de una de las frases que figuraban en su manual de indonesio: Mengapa terlambat? ¿Por qué vamos con retraso? En lugar de preocuparse por la hora de llegada, aprendió a mirar a la gente con cariño y atención. Al funcionario que, a la hora de comer, sacaba del bolsillo dos huevos duros y les ofrecía uno. A los adolescentes que cantaban durante horas por el karaoke del autobús unas canciones tan melódicas como pegajosas. A los demás pasajeros de las furgonetas que ejercían como transporte público en las ciudades, que se apretaban un poco más para ofrecerle unos centímetros de banco, en los que no cabía su culo de país desarrollado. A unos niños vestidos con el uniforme escolar, cargados con sus libros, que cuando se enteraron de su intención de alquilar toda la furgoneta para que los llevara hasta una playa a una hora de distancia, afirmaron sin perder la compostura que ese día no tenían clase y los acompañaron mientras les bombardeaban con cientos de preguntas.
Fue también allí, en aquellas islas perdidas, viendo cómo se vivía en las aldeas tradicionales, donde no llegaban maestros ni sanitarios, entre aquellos niños con la barriga hinchada por los parásitos, donde tomó consciencia de su suerte de vivir en el primer mundo, con una serie de derechos aparentemente asegurados y de los que muchas veces ni se daba cuenta. Vio la felicidad de un niño en un lápiz o la de dos ancianos en su sonrisa para que los fotografiase un forastero.
Una de las cosas que más le llamaba la atención era la libertad con que se movían los niños más pequeños. En cuanto comenzaban a andar, los veías tambalearse por toda la aldea, desnudos de cintura para abajo y tocando o llevándose a la boca cualquier cosa que les llamara la atención. En los autobuses pasaban de mano en mano; ahora sí bien envueltos para no mearse sobre otros pasajeros; en los ferris, exploraban la cubierta vigilados por docenas de ojos para evitar que cayeran al mar. Nunca vio a un niño llorando y, menos aún, que alguien les gritara o castigase.
Comparaba entonces lo que veía allí con su infancia en Mugardos. Eso no se toca, eso no se dice, comer y callar, los niños solo hablan cuando se les pregunta fue la música de fondo de su infancia. Se dio cuenta de que las vidas de estos niños, muchas veces más cortas que la suya, podían ser mucho más felices.
Habían llegado andando desde la carretera central de la isla hasta una aldeíta de Sumba Occidental, cuando les salió al paso un personaje peculiar. Bajito, sonriente, vestido con un sarong azul marino, pañuelo rojo a la cabeza y machete al cinto, se presentó como sacerdote de la religión marapu, mayoritaria en aquella isla, pero de la que nunca habían oído hablar. El hombre se mostró muy sorprendido de que dos extranjeros llegaran a visitar su aldea, máxime cuando a su pregunta de cuánto se tardaba en llegar desde España en motocarro le contestaron, muy optimistas, que unos tres meses.
Por desgracia, su conocimiento del idioma indonesio era de pura supervivencia, en absoluto suficiente para entablar una discusión teológica, y en la aldea no había nadie que hablara inglés, lo que le impidió conseguir información directa sobre aquella religión. Uno de los camareros del hotel le contó que su principal festividad religiosa, el Nyale, estaba relacionada con el ciclo reproductivo de un gusano de mar. Se celebraba durante la primera luna llena de primavera, como la Semana Santa de los católicos, y consistía en la captura y consumo colectivo de unos gusanos multicolores, de alto valor proteico en esa época del año, justo después del desove. Le pareció tan original y fascinante esta creencia que decidió profundizar en ella en cuanto le fuera posible.
En los días posteriores tuvieron ocasión de asistir como invitados de honor a un par de funerales y, sobre todo, al proceso de construcción de una tumba megalítica, una actividad que parecía sacada de la Edad de Piedra. El jefe de una de las aldeas más ricas de la zona estaba construyendo, literalmente, su propia tumba. No era un proceso continuo, sino que avanzaba cuando el futuro usuario disponía de recursos y se paralizaba cuando se le acababan.
El interés del jefe tenía un componente religioso y otro social. Entre los marapu, los espíritus de los difuntos no descansan completamente mientras el cadáver no está bien instalado. Una vez finalizados los funerales definitivos, el espíritu puede subir al cielo por una escalera mítica construida con los cuernos de los búfalos sacrificados durante el rito, dejando en paz a la familia.
Por otra parte, todo el proceso colectivo de construcción de una buena tumba, además de demostrar el poder del jefe de la aldea, refuerza los lazos sociales entre los vecinos y constituye una forma de redistribución de la riqueza, ya que los campesinos más pobres no suelen tener muchas ocasiones de comer carne.
Cuatro o cinco años antes, el kepala desa había elegido en el monte una buena piedra de una sola pieza y unas setenta toneladas de peso. Una vez bendecida por un sacerdote marapu y desbastada para darle forma de losa, comenzó su arrastre hasta la aldea, distante unos veinte kilómetros a través de una selva interminable, en donde podía esconderse desde un orangután hasta un grupo de guerrilleros, como en los libros de Salgari que con tanta devoción había leído en su niñez mugardesa. Aquí podía haber jugado a perderse, a desaparecer para siempre en la espesura hasta encontrarse con una tribu perdida o con la misma Perla de Labuán y los Tigres de Mompracem. Todos los habitantes de la aldea, hombres, mujeres y niños, armados con herramientas de mano, se esforzaban en un claro de la selva en cortar los árboles más gruesos, quemar el matorral y allanar el terreno dentro de lo posible. Estas personas no recibían ningún salario por su trabajo y su ímpetu dependía mucho de la cantidad y calidad de la comida y bebida que proporcionara el promotor de la tumba.
Cerca ya del final de la jornada, formaron una larga vía de pequeños troncos despojados de sus ramas y, tirando de varias maromas, consiguieron deslizar la losa sobre aquellas docenas de rodillos, hasta avanzar unos doscientos metros. Cuando el jefe ahorrase lo suficiente para financiar otra jornada de trabajo, seguirían avanzando.
De vuelta a España, nuestro protagonista siguió buscando información sobre esta religión, lo que no le resultó fácil.
Se enteró así de que los sumbaneses consideran que descienden de una Gran Madre (Ina Kalada), asociada a la luna, y un Gran Padre (Ama Kalada), asociado al sol. Curiosamente, no veneran a esta pareja, sino a sus propios antepasados y a una entidad, Marapu, que se representa a veces como mujer y a veces como hombre. Le levantan estatuas de madera en los patios de sus casas, le ofrecen a diario nueces de betel y, en las fiestas más señaladas, sacrificios de ganado.
Otra de las ceremonias marapu más espectaculares, que no tuvo la suerte de presenciar, es el Pasola, combate más o menos simbólico en donde los guerreros, montados a caballo y vestidos con sus ropas tradicionales, se arrojan lanzas de madera de punta roma. Lo de “más o menos simbólico” viene a cuento porque es habitual que los combatientes se acaloren y acaben con varios heridos e incluso algún muerto. Hay que tener en cuenta que, además de las lanzas rituales de madera, cada guerrero lleva al cinto su machete parang, del que ningún hombre adulto consentiría en separarse.
Desde un punto de vista eurocéntrico puede resultar difícil asumir estas creencias, pero no debemos olvidar que los cristianos creen que durante la comunión están comiendo la carne y bebiendo la sangre de su dios.
La irracionalidad y el fanatismo forman parte inseparable del hecho religioso, como pudo comprobar Arturo en sus propias carnes. Durante la vista de un recurso contra la concesión de una medalla municipal a la virgen del Rosario, necesitó escolta policial para librarse de la ira de un numeroso grupo de capillitas, indignados por lo que consideraban un ataque a sus creencias. Por no hablar de los insultos que recibió en las redes sociales cuando, denegado el recurso en primera instancia, participó en una recogida de firmas solicitando que se concediera la misma medalla municipal al Monstruo del Espagueti Volador, la gran esfera celestial de espagueti con albóndigas adorada por los pastafaris.
Meses después de su regreso a Cádiz le sucedió algo que, según el protagonista, no estaba relacionado con su interés por la religión marapu: su incierto futuro laboral quedó despejado, al menos a corto plazo. Ni despido ni traslado a otra ciudad, sino un simple cambio de área dentro del mismo astillero. Si le hubieran dejado elegir, no habría encontrado mejor jefe ni mejor destino. Una vuelta más en la rueda de la vida, que lo arrancó de un trabajo que odiaba y lo lanzó a un nuevo comienzo. No era la primera vez que le pasaba ni sería la última.
Un año después, dio por finalizada su terapia.
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Santa María Goretti, san Tarsicio y san Agilolfo
San Andrés de Teixido y otros santos navegantes
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